LA SELVA VISTA DESDE EL AIRE

Yo viví un tiempo en la selva a donde había ido mi padre a instalar un aserradero. Allá no hay carreteras. Para viajar a los pocos y lejanos pueblos de la región hay que ir por el río. Sólo a caseríos muy cercanos podíamos ir caminando varias horas por alguna trocha, como llaman a un caminito angosto que serpentea entre los árboles del monte. Si uno se sale de la trocha le resulta muy difícil avanzar, por la cantidad de plantas y las ramas de los arbustos que hay entre los árboles, y así uno fácilmente se puede perder.

Entre septiembre y abril llueve tanto en la selva que el nivel de los ríos sube varios metros y entonces se desbordan o inundan chacras y pueblos. Cuando los ríos están así, resulta peligroso viajar en lancha, balsa o canoa, porque la embarcación puede volcarse o caer en un remolino o estrellarse contra las rocas de algún pongo o chocar con el tronco semisumergido de algún árbol arrancado de alguna lejana orilla por la fuerza de las aguas. Por eso, en la selva se viaja mucho por avioneta. Es más seguro y más rápido. Un viaje que en avioneta dura quince minutos, en canoa puede demorar una semana.

Desde niño yo he viajado muchas veces por aire sobre la selva. Es emocionante verla allá abajo, generalmente plana como una mesa o una pampa, sin cerros hasta el horizonte, pero no se ve el suelo, sólo se ven las copas de los árboles. Desde lo alto, parece un enorme piso cubierto por una gruesa alfombra verde, oscura, casi negra.

Desde el avión, los ríos de la selva se asemejan a carreteras que culebrean en una enorme llanura, o cintas de seda arrojadas sobre un suelo oscuro. Una cinta de color beige o café con leche que nos da la impresión de ser un río de aguas sucias, barrosas y seguramente tibias por el calor de un sol de fuego. Sin embargo, cuando uno navega en sus aguas o se zambulle en ellas, nota de inmediato su frescura, limpieza y transparencia.

Mientras el avión avanza, vemos de rato en rato una fina y altísima columna de humo que sube de entre los árboles, y es porque allá abajo hay una playa o un claro en el bosque con alguna casa y la gente estará cocinando. Generalmente no se ve a nadie, aunque el avión vuele muy bajo, por el estorbo de las ramas de los altísimos árboles. Pero seguro que la gente oye el ruido del avión y levanta la cabeza para verlo cruzar. Quizás entonces algunos chiquillos y chiquillas correrán mirando al cielo y moviendo las manos gritarán ¡adiós, adiós!, como yo solía hacerlo de niño cuando estaba en el aserradero, a orillas del ancho y undoso Tulumayo.

Elmo Ledesma Zamora

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