LA NUEVA FÁBULA DE LA CIGARRA Y LA HORMIGA
Hijos míos, habéis de saber que hubo una vez una cigarra que se pasó todo el verano cantando. En cambio, cerca de ella, una hormiga trabajadora iba y venía, acarreando provisiones para su hormiguero. Llevaba granos de trigo, alpiste y maíz, y los iba depositando en sus trojes subterráneos... Pero pasó el verano y comenzó el invierno, crudo y desapacible. El agua y la escarcha cubrieron los campos. La cigarra entonces, no encontrando qué comer, se acercó al hormiguero. "Señorita hormiga --dijo--. ¿Podría hacerme la caridad de darme un granito de trigo para matar el hambre?" Pero la hormiguita salió al borde de su agujero y le dijo con gesto agrio: "Señorita cigarra: si yo tengo mis graneros repletos es porque pasé el verano afanándome y trajinando. ¿Qué hacía usted mientras tanto?" La cigarra contestó: "¿Yo? Cantar y cantar". Entonces la hormiguita, volviéndole la espalda, terminó: "Pues bien, señorita cigarra, si en el verano cantaba usted, ahora en el invierno... ¡baile usted!"
Entonces ahuequé la voz e inicié la moraleja:
--Hijos míos: He aquí dos conductas opuestas: la de la cigarra y la de la hormiga. ¿A cuál debéis imitar?
Iba a proseguir, pero me interrumpió una risita burlona desde una ventana que estaba encima de mí. Alcé los ojos y vi que quien se reía era un mirlo, que estaba posado en una rama de olivo. Acostumbrado a las fábulas, no me extrañó que el mirlo hablara. El mirlo me dijo con cortesía:
--Perdóneme que le haya interrumpido. Comprendí que iba usted a proponer a esos pobres niños que imiten a la hormiga, y he querido evitar que cometa la crueldad de envenenar y endurecer tan pronto esas almas infantiles.
Protesté indignado:
--Señor mirlo, no olvide usted que la fábula que he referido está admitida en la enseñanza de todos los países. Su autor, La Fontaine, es un clásico, y creo que merece de vosotros, los animales, un poco más de respeto, aunque sólo sea en atención a las muchas cosas filosóficas que os hizo decir:
El mirlo sonrió:
--Las fábulas morales --manifestó-- suelen propagar una moral chiquita y casera. Y es que muchas veces los hombres llamáis "moral" a la sanción de las inmoralidades corrientes y cotidianas. Es una moral defensiva de vuestra vida rutinaria y útil. Por eso en vuestras fábulas presentáis a los niños tan lindos modelos morales: una rana triste e impotente, que revienta por querer alcanzar el volumen de un buey; un león que abusa de su fuerza; un zorro que triunfa con su astucia; un cuervo que por adulación consigue librarse de un águila... Todo un código de dureza, utilidad y maña. Sólo así se concibe que llevéis varias generaciones presentando como ejemplar la conducta de esa hormiga agria y mal educada que, a la puerta de sus graneros atestados, le niega un granito de trigo a la pobrecita cigarra cantora...
--Sin embargo --repetí, algo desconcertado-- se trata de una fábula clásica.
--¡Oh, sí! ¡La humanidad es muy lista! Nosotros, los mirlos, que la vemos desde arriba, la conocemos bien... La humanidad necesita más de las hormigas que de las cigarras para abarrotar sus graneros, como para vivir tranquila necesita que revienten las ranas que quieran imitar al buey. Por eso, cuando un día monsieur La Fontaine, con sus manos perfumadas de agua de olor, escribió esta apología de la hormiguita despiadada y los graneros cerrados y rellenos, la humanidad se enterneció, batió palmas y la puso de texto en texto en las escuelas. Sus frutos son hermosísimos. Los hombres se afanan, se atropellan, se pelean por llevar granitos a sus agujeros. Y si alguna cigarra soñadora se descuida en su acarreo... ¡que baile! Ésa es la vida, Hay quien, ante ella, pronuncia palabras severas: frialdad, dureza, injusticia... Pero no; es sencillamente la continuación de la elegante fábula moral de la cigarra y la hormiga que os enseñan de niños.
--Entonces, usted cree...
--Creo simplemente que monsieur La Fontaine no contó más que la mitad de la fábula. Entusiasmado con la grosera respuesta de la hormiga, no contó el desenlace. ¿Sabe usted lo que pasó luego? Pues, poco a poco, al encontrarse sin comida, la cigarra se fue debilitando. Todavía la infeliz, soñadora empedernida, cantaba con el roce de sus élitros verdes al pie de las matas. Pero su canto era cada vez más débil, más triste, más suave. Al fin, una noche dejó de cantar. A la mañana siguiente el sol arrancó reflejos metálicos del cuerpo verde de la cigarra tendido sobre la tierra... ¿Y la hormiga? ¡Ah! Ella estaba en su agujero templado y bien provisto, comiendo su trigo, su alpiste y su maíz. Hasta su agujero llegaba desde afuera el canto de la cigarra. Pero, como he dicho, éste fue debilitándose hasta enmudecer. Entonces la hormiga sintió un vago desasosiego, un vacío extraño. Comenzó a comprender que se le había hecho necesario para la vida aquel dulce rumor de la cigarra cantora. Lo echaba de menos. Andaba triste de un lado para otro; perdió el apetito, junto a sus graneros atestados; encontró a su agujero frío y húmedo. Comprendió, poco a poco, lo que le ocurría: la infeliz se había vuelto neurasténica. ¡Cuánto hubiera dado entonces por poder resucitar con un granito de trigo a la cigarra! Pero ya era tarde: en un rincón triste y oscuro de su hormiguero, sumido en silencio mortal desde que enmudeció la cigarra, la hormiguita fue languideciendo poco a poco hasta morir...
Hubo una pausa. Comprendí que el mirlo estaba emocionado, impresionado. Yo también lo estaba. El mirlo terminó:
--Esto es todo lo que olvidó monsieur La Fontaine. Uno se puede morir de hambre de trigo, pero también se puede morir de hambre de música. Ésta es también una moraleja que debe enseñarse en las escuelas... Y ahora, adiós, señor profesor. Ya empieza la primavera. Ha de saber usted que soy casado. De un día a otro mi señora ha de poner huevos. Tengo que acarrear pajuelas y barro para el nido. Voy, pues, a mi trabajo...¡Sí, pero voy cantando, siempre cantando!...
Y cantando, efectivamente, se perdió en el cielo hondo y azul.
Los zagalillos, que sólo me habían visto ensimismado, pues no entendían el habla del mirlo, me recordaron mi interrumpida pregunta:
--Bueno, profesor, ¿en qué quedamos? ¿Debemos imitar a la cigarra o a la hormiga?
--A ninguna de las dos --les contesté--, sino a aquel mirlo que va allá, cantando, a su tarea.
José María Pemán
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