RECORDANDO FORMAS DE HABLAR

La ciudad se extiende al pie del cerro Acuchimay, en cuyas laderas viven los artesanos tejedores de alfombras, frazadas y tapices de dibujos y colores típicos. De trecho en trecho se ven sus casas, de adobe, tejas y balcones y escaleras de madera sin pintar.

Arde allá arriba el sol brillante, y de entre los tunales, magueyes, molles y eucaliptos se divisa abajo la hermosa y antigua ciudad. Entre las casonas -todas con rojos tejados- alzan sus fachadas y torres de piedra las iglesias coloniales.

Allá trabajé una vez como profesor. Conocí Huanta, cálido valle que produce sabrosas lúcumas, tunas gordas y enormes paltas de rugosa cáscara verdinegra y pulpa suave y amarilla. Visité muchas veces San Miguel, famoso por la belleza de sus mujeres y la dulzura de sus naranjas. Estuve en Cangallo, tierra de finos quesos y donde hasta los niños son jinetes diestros. Recorrí los alrededores de Vilcashuamán, ciudad al lado de imponentes ruinas incaicas, y conocí San Pedro de Cachi, donde hay sal en piedra, que en recuas de llamas se llevaba a las comunidades para su consumo por el ganado.

En esa bella ciudad colonial, de clima similar al de Arequipa y Cajamarca, hallé amigos que había conocido en el Mariano Melgar, colegio nacional limeño donde estudié secundaria. Abundaban en ese colegio los ayacuchanos, no sé por qué. Hablamos de nuestros días melgarinos y oí cien anécdotas de mis condiscípulos Vivanco, Parra, Cáceres, Oré, Cárdenas, Jerí, el flaco Paiva. Y también de Ludeña y Bendezú.

Fue allá donde conocí a Vilma -gran profesora de arte-, quien había estudiado primaria en la costa. Una noche me contó esta anécdota:

"Una vez, a la hora del recreo, vi en el patio del colegio a un chico que me pareció ayacuchano y le pregunté: "Iman sutiki". El chico me miró extrañado. Entonces yo le dije: -Torres te apellidas tú, ¿verdad? ¿Y qué te llamas, cuál es tu nombre?

-Juan... Juan Torres... ¡Oooye..., tú eres de la sierra!... -me contestó.

-Sí..., ayacuchana. De Puquio.

-¡Ahh, claro...! Hablas quechua, ¿no?... Oye, ¿sabes...?, la "erre" de Torres la pronuncias bien raro"-, me dijo el chico y agregó con aire burlón: “¿qué te llamas...?

Vilma terminó su anécdota diciéndome: -Así descubrí que en la costa hay gente que se había burlado de nosotros. Porque hablamos el quechua. Por eso había sido. Y también porque igualito que ellos no lo hablamos el castellano. Gente zonza también había allá, ¿no? Quechua en la costa nadie sabe. Nadita lo entienden, ni pío. Sólo castellano habían sabido hablar. Y no pronuncian la "elle". Yo les decía: "No digan poyito ni poíto digan pollito”. Pero, nada, profe. Aprendían, sí, pero al poco rato otra vez pronunciaban poyito..., gayina.., gayo..., gayeta". Y yo me pregunto ahora: ¿Por que cada uno habla el castellano a su manera? ¿Existe el castellano correcto? ¿Cuál es, profe?

Elmo Ledesma Zamora