Un verano en Lambayeque
Una vez, siendo muchachos, mi hermanita, yo y mis dos hermanos mayores fuimos a pasar el verano en Chiclayo, donde mi tía Herminia y nuestros primos Magda, Beto, Charo y Hernán. Su casa era antigua y enorme, con el piso entablado en los dormitorios, altísimas paredes de adobe enlucido con yeso, tragaluces en el techo, cocina de piso enladrillado y comedor de losetas cremas y marrones como tablero de ajedrez. Tenía en la parte de atrás una huerta de pacaes (“guabas” dicen allá), parras y un mango gigantesco, además de haber también matas de diversas flores y un corral de pollos y patos.
Con mis primos y sus amigos formábamos un grupo numeroso.Éramos tantos que no podíamos jugar cómodamente dentro de la casa porque siempre tumbábamos algo. Mi tía Herminia decía que la volvíamos loca y que la mataríamos con tanto ruido y alboroto.
Terminó prohibiéndonos jugar en la huerta desde que tras un terrible día de corretearnos jugando a las escondidas y a “ladrones y celadores” (“alas chapadas” dicen ahora) quebramos una rama del mango, pisamos un pollito y rompimos el macetón del ñorbo.“!Váyanse a jugar afuera!”, dijo mi tía conteniendo apenas su furia. Pero la estrecha calle, por donde raramente pasaban autos, no bastaba para el vóley y el fulbito. Es que éramos un montón. Hace poco vi fotos de entonces. Ahí estaban Alfredo Delgado, Nelly Cuzquén, Berta Farro, Inés Balarezo, Tito Romero, Rosa Yarlequé, Jeannette González, Jorge Urrutia, Sonia Guerrero, Doris Barragán, Víctor Farromeque, Anita Leyva, Héctor Pimentel, los hermanos Ruiz, Mestas, Zamora, Ahumada, Deza, Huamanchumo y otros cuyo nombre no recuerdo. Todos estábamos terminando primaria o comenzando secundaria, salvo Zoraida y Alejandro, ya universitarios y que podían cuidarnos y protegernos.
La solución para divertirnos sin molestar era irnos a jugar a las playas de Puerto Eten, Santa Rosa o Pimentel. Algunos no tenían para el pasaje, pero hacíamos una bolsa común o “chanchita” y allá nos íbamos.
Jugar en una playa de arena es maravilloso. Se corre a pie desnudo, no duele caerse, si uno se cansa se echa y si suda entra corriendo al mar y de un salto se zambulle en un abultado y brillante tumbo o bajo una olita espumosa y resonante, para emerger detrás, dar unas brazadas y salir caminando “fresco como un chupete”.
¡Qué vacaciones! Fuimos a Eten Pueblo, “capital del sombrero de paja”, y a Monsefú donde con fina paja tejen bolsos y cien objetos más. Estuvimos en Lambayeque, cuna del king kong y sede del Museo Bruning, donde hay huacos, armas y joyas mochicas y chimúes. Conocimos Ferreñafe, en cuyos verdes y oscuros arrozales resaltan inmóviles bajo el sol algunas blancas garzas que esperan un sapito para almorzar. Y muchos lugares más, como Motupe, Mórrope, Úcupe, y Mochumí.
En marzo, antes de regresar a Lima, hicimos planes para el próximo año. Pero, bien dicen que el hombre propone y Dios dispone. En mayo llegó de Miami mi tío Eugenio y todo cambió. Había trabajado duramente un largo tiempo allá, y vino a llevarse a mi tía y mis primos. Nunca volvimos a veranear en Chiclayo.
Muchos años después estuve de paso en San Francisco, enorme y bella ciudad porteña de Estados Unidos donde residía mi prima Magda, y fui a visitarla. Se había casado y tenía dos niños que, como nosotros a su edad, adoraban la playa. Los chicos se sentían norteamericanos: hablaban inglés perfecto, y el “spanish” regular nomás. “Ya se peruanizarán cuando pasen un verano en Lambayeque”, decía Magda mientras mis sobrinitos cruzaban el “living-room” jugando ruidosamente como “transformers”. Tía Herminia, que vive con ella, recordó riendo nuestros alborotos en la casona y huerta de Chiclayo. “Ahora, tengo once nietos, y creo que todos los niños son iguales: unos angelitos… pero, ¡ay, sobrino!, hacen más ruido que mil demonios. Hay ratos en que sacan de sus casillas al más santo”, me dijo riéndose, mientras mis sobrinos, uno de sus primos y dos vecinitos comenzaban un ruidoso combate entre astronautas y extraterrestres.
ELMO LEDESMA ZAMORA
1