LA PARTIDA DE DIAMELA
Una tarde apareció Abel con nuestra perrita Diamela en brazos.
-Un auto la ha atropellado... -nos dijo con voz triste.
La llevamos donde don Fortunato, quien sabía mucho de las enfermedades de los animales y le curaba las vacas a don Guillén. Diamela no podía sostenerse en sus cuatro patitas. Don Fortunato la examinó y dijo secamente:
-Hay que sacrificar a este animal.
No entendimos.
-Hay que matar a esta pobre perrita -aclaró-. Está sufriendo demasiado y no hay forma de curarla. Se le han astillado los huesos y eso es muy doloroso. Dentro de algunos días, con la infección, será peor.
Esta vez sí comprendimos. La llevamos a nuestro corral. Al poco rato llegaba el veterinario. En un pañuelo traía envuelta una jeringa hipodérmica.
-Sujétenla -indicó.
Y sin hablar más, le aplicó la inyección en una de sus patitas. El cuerpo tenso de Diamela se fue aflojando, aflojando, a medida que el puño de don Fortunato se cerraba. La muerte le vino con la luz aún joven de la tarde. Lloramos. Pero, abuelita nos consoló con sus sabias palabras:
-Ahora Diamela nos está esperando a la orilla de un río muy grande que nadie puede cruzar sino los perros. Es un río que hay que atravesar para ir al cielo. Quienes nunca han tenido un perro no pueden cruzarlo. Pero, desde esta tarde nosotros tenemos a nuestra Diamelita allá, y cuando muramos ella nos reconocerá y nos llevará sobre su lomo.
Una alegría inmensa nos llenó el corazón.
-Entonces ¿Diamelita me llevará a mí? -preguntó mi hermana Teresa.
-Y a mí... -dijo mi hermana Lucha.
-Y a mí también, cuando me muera... -dijo llorando Abel.
-A todos, a todos nosotros -confirmó la dulce anciana.
Yo no pude preguntar. Mis lágrimas rodaron hasta el pelaje acanelado de Diamela: Otro niño corría por la playa con su perro.
JOSÉ HIDALGO