Cachiyacu, la laguna de las lágrimas
En la región andina central durante la década de 1920 el pequeño caserío de Pucaripampa fue víctima de repetidos ataques de bandas de abigeos. Largo tiempo cometieron éstos sus robos y eran tan crueles que con cualquier pretexto mataban a los varones y se robaban a los niños y a las mujeres jóvenes. Los pucaripampinos ofrecieron feroz resistencia, pero no pudieron detener la ola de robos y asaltos. Eran muy pocos, tenían pocas armas, sus casas estaban muy separadas entre sí, y el pueblo más cercano quedaba a treinta kilómetros por caminos de herradura.
Por eso, sus pobladores migraron a Huánuco, Ambo, Huariaca, Huancayo, Jauja y otras ciudades y pueblos del centro. Justamente una migrante pucaripampina que trabajaba como frutera en Cerro de Pasco me contó esta historia en 1962 cuando subí con unos compañeros y compañeras de San Marcos a esas frías tierras para conocer la gran mina de plata descubierta en 1630 por el pastor Huari Capcha y que tanta riqueza había dado a unos pocos y tanto dolor había causado a muchos otros.
La anciana, llamada Rosalbina Ricra Mayuntupa, nos contó que no muy lejos del caserío de Pucaripampa había una pequeña laguna llamada Cachiyacu, formada por las aguas de un arroyo que nacía en un manantial situado en la ladera del Cerro de la Cruz de Fierro, que es el más alto y hermoso de los que rodean esa puna, y a cuya cima subían los pobladores en el mes de mayo llevando ofrendas a la tierra. El arroyo al descender a la pampa forma varias pequeñas cascadas cuyo ruido, al combinarse con el sonido del viento, suena a veces un poco triste, y dice la gente que algunas noches de luna llena ese sonido parece un lejano e inconsolable llanto de mujer.
La historia nos pareció tan interesante que nos fuimos en grupo hasta ese lejano caserío que ahora no recuerdo si está en Pasco, Huánuco o Junín. La laguna, efectivamente, es pequeñísima, pero profunda y sin vida, pues sus aguas son muy saladas y al evaporarse por el calor y el aire seco dejan en la orilla una blanquecina y fina capa de sal, que los lugareños van juntando para su uso y para obsequiarla a quien la pida, pues dicen que venderla trae mala suerte.
Los escasos pobladores de la zona nos dijeron que sus abuelos aseguraban que antiguamente no existía esa laguna, ni las cascadas, ni siquiera el manantial. Dicen que todo comenzó en el pueblo viejo cuyas ruinas aún se ven al pie del cerro. Lo curioso de estas ruinas es que no son incaicas, sino de un pueblo con su pequeña plaza de armas y una capilla. Pero de todo eso no queda sino algunos muros de adobe muy gastados por las lluvias. Pero observando con cuidado al avanzar entre la hierba que crece en lo que antaño fue piso de las habitaciones se ve los poyos donde se sentaban a conversar, en algunas paredes hay huellas del humo de las cocinas, y hasta se ven los viejos batanes y fragmentos de ollas y cántaros de arcilla. Recuerdo que hallamos clavado en el muro de una fachada un enorme y grueso clavo de hierro con una argolla para atar en ella la rienda de una acémila, pero clavo y argolla estaban tan oxidados que se habían soldado y al hacerles yo fuerza para despegarlos se me deshizo en las manos la argolla como una rosquilla muy tostada.
Bueno, la anciana nos contó que de niña ella había escuchado contar a su abuelo, que, antiguamente, una noche de luna llena habían llegado unos hombres extraños, vestidos de rojo y azul y crueles como diablos. Decía que una noche habían asaltado la casa del herrero, y que éste y su esposo se defendieron bravamente pero los asaltantes eran muchos y el marido cayó herido. Su esposa había dado alaridos pidiendo auxilio y luchando con los asaltantes, mientras sus niños gritaban aterrorizados. Pero ningún vecino acudió en su auxilio y así los abigeos se llevaron a golpes a su maltrecho marido. En ese momento comenzó a llover y a caer rayos, y entonces la mujer se quedó llorando, protegiendo desesperadamente a sus hijitos.
Al día siguiente nadie quiso ayudarla a ir a buscar a su marido, por temor a los diablos raptores. Ella solita comenzó a buscarlo, yendo de uno a otro sitio, preguntando aquí y allá en la pampa y por los cerros y quebradas. Y un día en que ella estaba ausente, los diablos regresaron al caserío. La gente se escondió de inmediato por temor, y los diablos fueron directamente a buscar a la viuda, y al no hallarla saquearon la casa, la quemaron y se llevaron a los niños, quienes gritaban pidiendo auxilio. Sin embargo, nadie acudió a salvarlos.
Cuando regresó la madre, al no hallar a sus hijos su dolor fue inmenso. Nada ni nadie podía consolarla, y llorando salió a buscar a sus criaturas y se fue por los pueblos, por los cerros, por las pampas, por las quebradas, por los caminos, buscándolos enloquecidamente sin cesar. Pero nunca volvió a verlos.
A los años regresó al caserío de Pucaripampa, y los habitantes, avergonzados de no haberla defendido de los diablos, se escondieron en sus casas, para que no los mirase a la cara y no les preguntase por qué habían actuado de esa manera, por qué habían sido tan cobardes, por qué tan poco solidarios.
La gente tenía tanta vergüenza que se quedó escondida muchos días en sus casas mientras la pobre mujer vagaba por las calles llorando, quejándose e insultándolos. Así pasaron varios días y noches, y la seguían oyendo llorar inconsolable y quejarse amargamente, pero su llanto y su voz cada vez eran más débiles hasta que dejaron de oírse. Los pobladores siguieron escondidos, pero un día el hambre y la curiosidad los hizo salir de sus casas y entonces, bajo la radiante luz del sol mañanero. vieron la cascada en la ladera del cerro y subieron hasta la boca del manantial y en su orilla hallaron la ropa y zapatos de la desdichada mujer.
Fue entonces cuando una anciana que, la noche del rapto, en vano había suplicado a los varones que ayudasen a defender a los niños, dijo:
-¡Agua no es... Yo, pensando que era agua, la he probado... Buen chasco me he dado... No había sido agua... Prueben... Salada es... Parecen lágrimas... Seguro han de ser lágrimas de amargura... lágrimas de madre que perdió a su esposo y a sus hijos a manos de los demonios... sin que sus vecinos la ayudaran a defenderse..., Ahora, pues, esa mujer, de tanto llorar, se ha convertido en manantial salado... ¡Qué la vamos a beber! Tampoco es buena para sembrar... Y ¿cómo vamos a vender la sal que produzca...? Sería beneficiarse con el dolor y las lágrimas de una madre.
Así habló la mujer. Habló fuerte, con rabia y con pena. Los hombres miraban el suelo sin decir nada. Pero desde entonces la gente poco a poco fue abandonando el pueblo viejo, que hoy yace en ruinas cerca del manantial.
Cuenta la gente que en las frías noches invernales, cuando hay luna llena y cae la helada, junto al sonido de la cascada de agua salada se oye el lejano sollozar de una mujer inconsolable. Por eso a nadie le gusta andar cerca del silencioso y oscuro manantial. Dicen que al andar por ahí, uno siente de pronto la presencia de alguien a quien no logra ver, pero que a veces se le siente huir gimiendo entre las peñas y los cactos solitarios...
Elmo Ledesma Zamora
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