CÓMO CAZAR PALOMAS

Un día de primavera apareció gran cantidad de palomas, que se quedaron a vivir en un cerro detrás de mi casa. Pertenecían a la especie silvestre: plumaje pardo, con filo blanco en las alas, patitas rosadas, pico negro y una mancha azulosa alrededor de los ojos. Tenían un extraño canto triste. Eran más o menos un tercio menores que las domésticas y pasaban con nosotros todo el año. A veces, en primavera y otoño las veía viajar en inmensas bandadas. Las que llegaron aquel día primaveral debían de proceder de algún lugar poco habitado, pues no tenían miedo a la gente.

Cada vez que yo iba al monte, las hallaba muy apuradas buscando semillitas. Tan mansas y despreocupadas se veían que intenté cogerlas. Pero no se dejaban. Cuando, agachándome, tendía los brazos hacia ellas, escapaban volando uno o dos metros y volvían a posarse en tierra para seguir buscando y picoteando invisibles semillitas.

Ante mi fracaso, consulté a un señor que tenía una chacra al lado de la nuestra. Le conté que todo el lugar estaba lleno de palomas mansas, pero que no se dejaban agarrar. Le pregunté si conocía algún procedimiento para capturarlas. Él se rió. Contestó que yo debía ser un tontuelo si no sabía cómo se podía agarrar un pájaro. La solución consistía en ponerle un poco de sal sobre la cola.

No es tarea difícil”, pensé, quedando encantado de conocer la facilidad con que podían ser cazadas las aves. Corrí al barril de la sal gruesa, que se usaba para curtir los cueros, y llené de ella mis bolsillos. Yo quería cazar muchas palomas.

Con prisa marché al monte, donde cientos de palomas continuaban moviéndose a mi alrededor, sobre el suelo, sin preocuparse de mí. Fue emocionante el momento aquel en que empecé las operaciones. Sin embargo, cuando yo tiraba un puñado de granos de sal a cualquiera de las aves, jamás caía un solo grano en su cola. Caían en la tierra a seis o diez centímetros. “¡Si se quedaran quietas un minuto!”, pensaba yo. Pero no respondían a mis deseos, y estuve dos horas tratando de conseguir que la sal cayera en el lugar debido.

Regresé donde el chacarero, le confesé mi fracaso y le pedí nuevas instrucciones. Me dijo que yo estaba bien encaminado, que sólo necesitaba un poco más de práctica. Envalentonado, volví a llenar con sal mis bolsillos y principié de nuevo. Al ver que no lograba hacer caer un grano de sal sobre la cola de cualquier paloma, adopté el procedimiento de arrojarla a puñados con fuerza hacia sus colas. Tampoco así podía lograr el propósito. Mi acción violenta sólo asustaba a las aves que volaban una decena de metros antes de reanudar su trabajo de buscar semillas.

Después supe que los pájaros no podían ser cogidos así. Comprendí que me habían tomado el pelo. Eso me molestó y desencantó mucho, pues yo había aprendido que mentir era una falta muy censurable. Poco después comprendí que había mentiras graves y mentiras leves que no eran condenables y que podríamos llamar inocentes.

Al principio esto me irritó, y quise saber cómo debería distinguir entre las verdaderas mentiras y las que no lo eran. La única respuesta que me pude dar fue que para hacerlo era necesario no ser tonto.

WILLIAM HUDSON

(Trad. y adaptado por E.L.Z.)

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Elmo LEDESMA ZAMORA