EL FLAUTISTA DE HAMELÍN
Hamelín es una pequeña ciudad del norte de Alemania, cuyos habitantes siempre se sintieron orgullosos de la belleza de su paisaje boscoso, de la limpoieza de sus calles, del buen estado de sus pintorescas casas y del ancho río que pasa a su lado. Es una ciudad además que siempre fue un lugar muy tranquilo, y del que nadie había oído hablar salvo a los de los pueblos vecinos.
Pero. un día, la ciudad y sus habitantes se vieron enfrentados por una novedad que la cambió para siempre, haciéndola famosa hasta hoy. Lo que ocurrió en primer lugar fue que Hamelín se vio invadida por una plaga de ratas.
Había tantas que nada podía con ella la gente y hasta perseguían a los gatos y perros, se subían a las camas y cunas para morder a quienes dormían, Se comían el pan, los quesos, las menestras, las salchichas, el trigo y hasta atacaban a los gansos y gallinas, para devorarlos vivos. Por último, invadiendo las cocinas metían su asqueroso hocico en la comida de ollas y platos, y además se bebían la leche.
En los dormitorios hacían estragos royendo los muebles para tratar de hacer sus nidos en las cómodas y roperos, así como en los barriles de aceitunas, sardinas saladas y cebollas y repollos encurtidos.
Comenzaron a abundar tanto que en todo momento se les veía cruzar de un lado a otro y hasta trataban de subirse por los pantalones y faldas de los adultos apenas se detenían a hacer o ver algo en sus casas, calles o plazas.
Todo ello ocurría teniendo como sonido de fondo los incesantes gritos de las mujeres, el llanto de los niños y los chillidos de los miles de ratas que ocupaban el pueblo, calculándose que por cada habitante había no menos de diez alimañas.
¡La vida en el pequeño y hermoso pueblo de Hamelín se había vuelto insoportable!
En Hamelín, como en todo pueblo, siempre había habido ratas, pero en un número digamos razonable, es decir, como quien dice una rata por cada dos o tres casas, de la cual daban cuenta fácilmente los gatos y perros y hasta la misma gente pateándolas o usando una escoba para golpearlas.
Pero esta vez era diferente, la gente no pudo deshacerse de ellas por su gran número. Entonces el pueblo se hartó y en masa fueron a la municipalidad a reclamarle al alcalde que solucionara el problema.
Pero el alcalde y los concejales no sabían qué hacer. La muchedumbre se exaltó, y en medio del vocerío de las exigencias y protestas comenzaron a atacar al alcalde acusándolos de incapacidad o de ser irresponsables o idiotas.
¡Busquen como solucionar este problema o los sacaremos de sus puestos y les daremos una paliza! Gritaba la gente.
Entonces el alcalde y los concejales se asustaron y se dedicaron en sesión permanente a imaginar una solución.
Mucho discutieron y no encontraron una solución. Siguieron hablando, dando ideas, tratando de imaginar como acabar con las ratas cuando de pronto, siendo muy avanzada la noche, oyeron que alguien tocaba la puerta. Primero pensaron que era ruido de ratas, pero luego oyeron un campanilleo y vuelta a tocar la puerta.
Los concejales no respondieron, pero el repiqueteo seguía oyéndose.
-¡Pase adelante quien esté llamando! -gritó el alcalde tratando de dominar su miedo.
Y entonces entró en la salón un extraño personaje, muy alto, flaco, con ojos azules muy pequeños, y cubierto con una capa a cuadritos negros, rojos y amarillos. Era un hombre rubio, de cabello lacio y amarillo, pero con piel morena, como quemada por el sol. No usaba barba ni bigote y sonreía permanentemente como si estuviese entre viejos amigos. Además llevaba al cuelo una cinta de la que colgaba una flauta.
-Disculpen, señor alcalde y señores concejales, que interrumpa su reunión, pero yo soy el Flautista Mágico y vengo a ayudarlos. Poseo un encanto secreto que me permite hacerse seguir por cualquier ser vivo, y este poder mágico lo uso con los sapos, víboras, arañas y lagartijas. Pero, yo soy un hombre pobre y debo cobrar por mi trabajo. Últimamente libré de murciélagos a una ciudad y a otro la liberé de la tortura de los mosquitos, cuyas picaduras los tenían enloquecidos. Entonces, si yo los libro a ustedes de los millares de ratas que los están atacando ¿me pagarían mil marcos?
-¿Mil marcos? - exclamaron asombrados el alcalde y los concejales.
El flautista no quiso rebajar ese monto, alegando que se iba a llevar lejos más de diez mil ratas, así que el alcalde terminó aceptando.
Al día siguiente, al amanecer, el flautista apareció en la calle principal de Hamelín y tomando su flauta comenzó a tocarla y de inmediato comenzó a escucharse el ruido creciente producido por cientos de ratas que iban saliendo de sus escondrijos en los jardines, las casas, las tiendas, la iglesia, los negocios, los almacenes, los restaurantes, los mercados y los edificios estatales. Familias enteras de ratas padres, madres e hijas, unas flacas otras gordas, iban siguiendo al flautista, quien recorría calle tras calle sin dejar de tocar. Y así marchando y aun bailando las ratas siguieron al flautista hasta el río, en el fueron cayendo todas y se ahogaron. Sólo una se salvó nadando hasta la otra orilla, de donde partió corriendo hacia su país natal, Ratilandia, para avisar de lo ocurrido, a fin de que en el futuro a ninguna rata se le ocurriese tratar de ir a Hamelín.
Al verse libres de las ratas, los habitantes de Hamelín echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias, y salieron a bailar a las calles.
El alcalde, entusiasmado y envalentonado, daba órdenes a los vecinos:
-¡Busquen palos y hurguen en los rincones y madrigueras de lasa ratas hasta que no quede ni una. ¡Luego tapen los huecos. Que no quede huella ni rastro alguno de las ratas!
La gente le hacía caso con mucho respeto, arrepintiéndose de los insultos y amenazas que le habían dirigido el día anterior. Y cuando el alcalde dijo: ¡Hoy hemos dado una gran batalla que pasará a la historia!, la gente lo comenzó a vivar y aplaudir.
En eso, el alcalde volteó la cabeza y se encontró cara a cara con el flautista, quien le dijo:
-Señor alcalde, ha llegado el momento de que me pague mis mil marcos!
El alcalde y los concejales miraron con cólera al flautista
-¿Mil marcos... ? -dijo el alcalde-. ¿Por qué, ah?
-Por haber ahogado las diez mil ratas -respondió el flautista.
-¿Acaso tú las has ahogado? Todos hemos visto como las ratas solitas se tiraban al agua mientras tú alegremente tocabas tu flauta. Bueno, no vamos a regatearte un vaso de cerveza y te daremos algún dinero. Toma, aquí tienes cincuenta marcos. Pero no vuelvas a hablar de los mil marcos, pues como te puedes figurar, eso creo que tú yyo lo dijimos en broma. ¿Donde se ha visto que a alguien se le pague tanto por matar unas ratas? ¡Haznos el favor de no volver a mencionar eso! Eso sería una broma de mal gusto. Además, con la plaga hemos sufrido muchas pérdidas. Vamos, hombre, sonríe y vamos a beber una cerveza y a comernos una salchicha y a bailar con todo el pueblo en medio de la alegría general.
El flautista comenzó a ponerse serio. Odiaba que lo engañasen, más aun que lo hicieran bromeando y con palabras melosas cambiando hipócritamente las cosas.
-¡No diga tonterías, alcalde! -exclamó-. No me gusta discutir mi pelear, señor. Usted hizo un acuerdo conmigo, un contrato verbal, eso lo sabe muy bien. ¡Cúmplalo ahora!
-¿Yo? ¿Yo, un acuerdo, un contrato contigo? -rugió el alcalde, sin ningún remordimiento a pesar de que estaba mintiendo para estafar al flautista.
Sus concejales también dijeron que en ningún momento había habido acuerdo y menos un contrato siquiera verbal.
El flautista , muy serio, casi enojado, les contestó:
-¡Cuidado, cuidado, por favor! Cumplan lo convenido, no hagan que me enoje porque en tal caso tocaré mi flauta de modo muy diferente.
Entonces el alcalde, con cinismo se enfureció:
-Oye. ¿qué te pasa? -bramó-. ¡No voy a consentir tus mentiras, amenazas e insolencias! ¿Te olvidas que soy el alcalde de Hamelín? ¿Qué te has creído?
El alcalde trataba de ocultar su mentira gritando, como suele hacerlo la gente que deshonesta.
-¡A mí no me va a venir a insultar ningún pobre diablo como tú, aunque tenga una flauta mágica y use ropa estrambótica, tratando de que le dé mil marcos por tocar la flauta ayudando a que se ahoguen las ratas!
-¡Se arrepentirán si no me pagan!
-¿Sigues con tus amenazas, vago, sinvergüenza?- gritó el alcalde-. ¡Haz lo que te parezca, grandísimo pícaro y sopla la flauta hasta que revientes, pobre diablo!
El flautista dio media vuelta y se marchó.
Se fue caminando calle abajo y comenzó a tocar su flauta. Tocaba apenas tres notas, pero de modo tan dulce que encandilaban al que las oía.
Entonces se despertó un murmullo en Hamelín. Un susurro que pronto pareció un alboroto y que era producido por alegres grupos de niños que se precipitaban corriendo tras el flautista..
Como pollitos que en el gallinero corren tras el que les lleva su ración de maíz molido, así salieron corriendo de sus casas todos los niños, muchachos y jovencitas tras el maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y carcajadas.
El alcalde y los concejales enmudecieron, inmóviles, sin atinar a hacer algo, cuando vieron que el mágico músico se internaba por la calle que va al río, pero en vez de ir al río se encaminó hacia una alta montaña seguido por todos los niños adolescentes de Hamelín.
-¡El cansancio les impedirá subir esa montaña, el flautista se cansará también de tocar su flauta, y entonces nuestros hijos dejarán de seguirlo.
Mas apenas el flautista y los niños y adolescentes comenzaron a subir la falda de la montaña, la tierra se abrió y por ahí ingresaron el flautista y los chiquillos que lo seguían. Y cuando el último de ellos ingresó, la puerta desapareció súbitamente, quedando la montaña igualita que antes, como si nada hubiese ocurrido.
Sólo quedó afuera uno de los niños., porque como era cojo no pudo acompañar a los otros en sus bailes y corridas. Pero en vez de alegrarse, estaba triste porque, según dijo, se estaba perdiendo todas las cosas bonitas que ahora tendrían los demás.
- ¿Y qué les prometía? -preguntó su padre, curioso.
-Dijo que nos llevaría a un país de manantiales cristalinos y muchos árboles frutales, donde las flores y pájaros son más coloridos que los de acá, donde los perros son más veloces que nuestros venados, las abejas y avispas no pican, no hay víboras ni moscas ni mosquitos, y los caballos tienen alas de águila.
¡Pobre ciudad de Hamelín! ¡Y todo por tener un alcalde tramposo!
Cuento tradicional alemán
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