UNAS SEMILLAS EN TAHITÍ

De joven fui a vivir a Papeete, capital de Tahití. Al poco tiempo, cómo se reducían mis fondos, me mudé a una zona rural a treinta kilómetros del puerto. Tomé en alquiler, por apenas tres dólares al mes, un rancho sobre pilotes en un terreno de una hectárea. La zona era muy fértil, y decidí plantar hortalizas. Pero la experiencia fue terrible. Miles de hormigas rojas cargaron con la mayor parte de las semillas, y los cangrejos de tierra se comieron las plantitas que lograron brotar. Al cabo de tres meses de faenas y cuidados, obtuve sólo tres tomatitos, una calabaza y dos mazorcas de maíz mordisqueadas por las ratas... Sumando el gasto en herramientas, el valor de mi trabajo (20 centavos por hora) y las semillas enviadas desde Estados Unidos, cada hortaliza me costaba 16 dólares.

Pese al fracaso, quise volver a intentar, y pedí nuevas semillas a California. Extirpé las malas hierbas, removí la tierra y ya iba a sembrar, cuando vi los cangrejos y hormigas en espera. Me desalenté por completo. "Mejor volveré a escribir", pensé. En la tarde, mientras limpiaba mi máquina portátil, pasó frente a mi casa en su vieja carreta un chino llamado Hop Sing. Yo sabía que tenía por ahí cerca un huerto de maíz, camotes y sandías. Por eso, apenas lo vi, lo llamé y le di mis paquetes de semillas. Le dije qué contenía cada uno: lechugas, frijoles, calabazas, tomates y maíz Golden. Medio refunfuñando, me preguntó: ¿Y cuánto cuesta esto?

-Nada- le contesté-. Se lo regalo.

El chino, brillándole los ojos, se agarró del asiento de su carreta, agradeció y se fue.

Me olvidé de Hop Sing, preocupado por hallar cómo sobrevivir tres meses con 128 francos: 5 dólares. Suponiendo que un original mío -que aún no había escrito- fuera aceptado de inmediato al ser recibido en Estados Unidos, no podría tener mi cheque antes de noventa días. Había pagado tres meses de alquiler adelantado, pero ¿cómo iba a comer? Siendo imposible lograrlo con 128 francos, decidí no desesperarme. Gasté 25 francos en tabaco (entonces no podía escribir sin fumar) e invertí casi todo el resto en camotes y latas de carne. Cuando se acabasen me preocuparía; antes no.

Días después me hallaba cavilando desalentado pues no acertaba a escribir un artículo sobre mis experiencias en Oceanía, cuando tocaron a la puerta. Era Hop Sing, que había bajado de su carreta tres sandías, una botella de vino, una canasta de huevos y una gallina.

-Legalito pala usté- me dijo, y se marchó apurado.

Su obsequio fue un salvavidas. Estaba hastiado de mi dieta, y dudé entre sancochar la gallina o asarla, pero lo pensé mejor: la até a una estaca y, buscando algunos cocos roídos por las ratas, le di de comer. Luego me hice una gran tortilla de seis huevos, y con entusiasmo me puse de nuevo a escribir; horas después había terminado mi primer artículo.


El vapor mensual de Nueva Zelanda a San Francisco llegaría a Papeete al día siguiente muy temprano, y resolví enviar mi original en ese barco. Para ahorrar decidí ir a pie a la ciudad. Me preparé otra tortilla de seis huevos, bebí un vaso de vino, y emprendí la larga caminata nocturna.

Bajo una brillante luna avancé por el ondulante sendero, viendo y oyendo las cascadas fantasmales y sintiendo el olor del mar y el campo del Trópico. Sobre los arrecifes de coral, largas olas se estrellaban y reverberaban como líneas de fuego blanco. De las chozas salían ecos de canciones francesas y tahitianas con fondo de guitarras y acordeones.

Tras varias horas de camino sentí hambre. Hacia medianoche pasé frente a la cabaña de una pareja de ancianos lugareños que estaban asando algo en una hoguera hecha con madera arrojada por el mar. De pronto me llamaron invitándome a comer. Fue una cena deliciosa, y me sorprendió que fueran cangrejos de tierra -la plaga que había destruido mi huerto--con nueces de mapé, de las cuales había varios árboles detrás de mi casa. Yo ignoraba que se comían. Antes de retomar mi camino, el anciano me enseñó a cazar cangrejos usando como cebo hojas de hibisco.

Llegué a Papeete justo cuando el vapor entraba en la bahía. Deposité mi carta en la oficina postal rezando mentalmente. Luego tomé un frugal desayuno y me fui a pasear por el malecón. De pronto me alcanzó corriendo un chino pequeño, maduro y regordete.

-¿Usté conocel Hop Sing?-, me preguntó.

-Sí, -contesté-. Hop Sing vive cerca de mi casa.

-Hop Sing sel cuñao mío. Me manda calta. Dice usté dal semilla, hacel jaldín. Yo, Li Fat... tenel tienda allá- y señalaba hacia una calle-. ¿Cuándo usté va casa?

-Regreso este mediodía en el ómnibus.

-Entonce, adiós-, me dijo, y desapareció.

Me senté a esperar el ómnibus en la Banca de los Vagos, llamada así porque el día de vapor la ocupan extranjeros que aguardan, casi siempre en vano, una carta con dinero. "Dentro de tres meses --pensé- yo también estaré aquí rumiando la misma esperanza". Pero, en fin... ya se vería. Subí al ómnibus, pagué mi pasaje y me quedaron nueve francos. "Con nueces y cangrejos -pensé-, no moriré de inanición. Mientras tanto, trabajaré con empeño en mis escritos". Al bajar del ómnibus, cerca de mi casa, el conductor me entregó una caja.

-Se ha equivocado -le dije-. Eso no es mío.

Me explicó que un chino había pagado el flete hasta mi casa. La abrí y hallé una tarjeta escrita a lápiz: Mr. Hall, para usted. Li Fat. Contenía dos libras de chocolates, una botella de champán, dos pañuelos y un par de piyamas de seda.

Bajé el champán a la cisterna para mantenerlo fresco, y fui a buscar mi gallina, que se había soltado. La hallé bajo la escalera de la puerta trasera, calentando el huevo que había puesto. Se lo quité, pues no era fértil, hice un nido de paja y le puse los cinco restantes del regalo de Hop Sing.

A causa de mis preocupaciones y pobre dieta, había enflaquecido, pero en mes y medio gané 7 kilos gracias a los cangrejos y las nueces. Hop Sing también era panadero y cada dos días dejaba a mi puerta un dorado queque de piña. Mientras tanto, mi gallina empolló cinco pollitos. A partir de entonces, mi vida transcurría entre cazar cangrejos, cosechar nueces, atender a los pollos, y escribir.


Un día fueron a visitarme los dueños de la casa y sus hijos. Me acordé del champán, lo compartí con ellos, y a los chicos les di los chocolates. A la mañana siguiente hallé ante mi puerta una cabeza de plátanos y un costal de naranjas y mangos. Desde entonces no me faltó fruta o pescado que me enviaban el casero y su mujer. Me sentía abrumado por tanta generosidad, y recordé con gratitud que todo se lo debía a Hop Sing. Un día volví a ver su huerto. Estaba más hermoso que nunca, y era obvio que gracias a su cuidado daría pronto abundante cosecha.

Casi sin darme cuenta llegó el día en que arribaría el tercer vapor desde que pusiera al correo mi original. Fui al puerto y esperé en la Banca de los Vagos a que comenzaran a repartir la correspondencia. Armándome de valor, me acerqué a la ventanilla. La empleada me dijo que no había nada para mí. Ya me iba cuando me llamó y me volvió a preguntar mi nombre.

-Sí, tiene una carta, certificada. Debe medio franco.

Lo pagué y me quedaron 25 céntimos, la moneda más pequeña de la Polinesia Francesa. Pero la carta me comunicaba que aceptaban mi original. ¡Y adjuntaba un cheque por 500 dólares!

En esa época, con tal suma podía uno vivir varios años en Tahití. Pero también me permitía dejar la isla; y temí que, si no me iba, jamás volvería a tener para el pasaje. Me puse a caminar por la ciudad, dudando. El reloj de la iglesia daba las doce cuando tomé la decisión: Sí, me iría.

El día de mi partida, Hop Sing y Li Fat me acompañaron al puerto. El regalo de despedida de Hop Sing fue una canasta de enormes tomates y una docena de choclos Golden , primera cosecha de las semillas regaladas. Cuando el barco se separó del muelle, me dieron sonriendo los últimos adioses.

Le pedí al camarero que hiciera sancochar los choclos para el almuerzo. Como compañero de mesa me tocó un hombre alto y flaco, de bigote caído y rostro amargo. Se sentó sin mirar ni saludar. Leyó con expresión displicente la carta, como persona difícil de complacer en cuanto a comidas. Pero al ver llegar la fuente de dorados y enormes choclos humeantes, su rostro cambió, y apartando su almuerzo se puso a comerlos. Al coger su cuarto choclo, dijo:

-Camarero, ¿y estos choclos? No figuran en la carta.

-Es obsequio del caballero que está frente a usted.

Me echó una ojeada como si recién notara mi presencia. "Gracias", me dijo bruscamente. Al poco rato me levanté y me fui. Él seguía con los choclos.

Media hora después estaba yo en cubierta mirando hundirse bajo el horizonte las montañas de Tahití, cuando se me acercó.

-Joven -me dijo-, los choclos estaban deliciosos. ¡Me comí seis! Tengo dispepsia; el maíz es uno de los pocos alimentos que tolero. Bueno..., y... ¿cómo es su isla? Yo no bajé. No me gusta visitar un lugar en apenas seis horas.

Le hablé de las bellezas de Tahití y de la vida de sus habitantes. Pero pronto me callé temiendo aburrirlo.

-Siga, -insistió-. Lo que cuenta es interesante. Ha usado bien sus ojos y oídos. ¿No se le ha ocurrido escribir?

Al saber que ése era mi oficio, me pidió que le mostrara algo mío, y le llevé seis originales cortos. Se acomodó a leer en su silla de cubierta, y yo me fui a dar una vuelta. Cuando volví, una hora después, me dijo:


-No están mal. ¿Cuánto quiere por estos cuatro? Olvidé decirle que soy gerente de una cadena de diarios en Estados Unidos.

Me preparaba a preguntarle si le parecía mucho 100 dólares por los cuatro, cuando me cortó:

-Le doy 150 dólares por cada uno. ¿Le parece bien?

Le dije que era un precio... muy satisfactorio.

Esa noche, desvelado en mi litera, pensé en la racha de buena suerte que había tenido desde que regalara a Hop Sing unas semillas... y me pregunté si alguna vez un pan arrojado al agua le había dado a alguien tantas recompensas.

J. N. HALL

. (Trad.. por E.L.Z.)