CAMARONES
Un sábado muy temprano, faltando una semana para retornar a las aulas, una pareja y sus tres hijos alquilaron cuatro burros para irse río bajo. Conforme descendían por la quebrada, veían y oían que el Yuracmayo iba calmando el furor de sus rugientes aguas espumosas.
Tras dos horas de descenso llegaron a donde el Yuracmayo ensancha su cauce y sus aguas dejan su blancura espumosa y se ven cristalinas y verdes. Más abajo había islotes pedregosos en cuyo centro arenoso crecían matas de caña brava. Sonaba el río, pero ya no rugía y sus aguas pasaban ondulando lentamente. Ahí se detuvieron. Serían las diez de la mañana y aún había neblina y hacía frío.
Se instalaron en la roca de siempre, junto a un enorme eucalipto solitario. El padre y la madre abrieron un libro cada uno. Los chicos juntaron leña, encendieron una fogata, pusieron a hervir agua en un ollón sobre tres piedras, y se fueron a coger moras silvestres y explorar el cerro. Había que esperar que salga el sol, para poder ver bien a través del agua.
Una hora más tarde, cuando ya brillaba muy alto el sol, su papá los llamó con un fuerte silbido. Poco después, los dos muchachos entraron con él al río, mientras su hermanita, de cinco años, se quedaba con su mamá y comenzaba a juntar flores.
El agua estaba fría y al hermano de unos once años le llegaba a la cintura. Avanzaban en silencio, con cuidado, para no asustar a los camarones, que huían a esconderse en las grietas de las rocas o entre las rosadas raíces de los sauces de la orilla. Abundaban tanto que al coger uno se veía huir a diez o veinte. Así podían escoger los grandes, los de pinzas enormes, que juntaban en bolsas atadas a la cintura. De rato en rato, salían a la orilla y vaciaban los camarones en un canastón.
Después de media hora de extraer camarones, los hermanos salieron por última vez para que también su mamá se divirtiera con papá sacando algunos más. Mientras tanto, ellos jugaban con su hermanita, ayudándola a formar con piedras un charco en la orilla, para poner ahí algunos camarones a fin de verlos nadar.
Cuando sus padres salieron del agua, comenzaron a intercambiar ideas sobre cómo podrían aprovechar mejor esa abundancia de camarones que nadie explotaba. La conversación fue larga, y entre todos plantearon varias posibilidades y analizaron sus ventajas y desventajas. Hacia las dos de la tarde, sin haber llegado a ningún acuerdo, se sirvieron en hondos platos de fierro enlozado una espesa y sabrosa sopa de papas, choclos tiernos y muchos, muchos camarones. Fue en ese momento que se les ocurrió el negocio que durante años sería parte de su plan de vida.
-Adivina, adivinador: Verdoso cuando está vivo, coloradito cuando está muerto, ¿qué cosa es? -preguntó Julita, mirándolos muy seria, los ojos brillándole de alegría y la carita sucia de sopa.
-¿Qué será, pues, qué será, no? -contestó sonriendo su hermano menor mientras quitaba a un nuevo camarón su roja caparazón.
-¡Uy, qué tontito! Si lo estás viendo... lo estás viendo -dijo y todos rieron con ella.
elmo ledesma zamora