Óscar

Óscar era de nadie. Como un ser parido de noche por la misma selva, y dejado crecer en una chacra lejana. Tenía unos ojos verdosos como el agua de una cocha, que miraban de frente, inocentes y confiados. El pelo liso y negro, como de campa, le caía hasta las cejas. Un rostro ancho, de niño aún, pero un cuerpo recio, de hombre ya maduro. Los brazos morenos, musculosos. La sonrisa permanente, siempre franca y amigable.

No conoció a sus padres. Una familia de acá lo había criado desde bien niño. Vivía en la chacra de “los padrinos” a orillas del Huayabamba. Solito vivía, aguantando el trabajo del día caluroso y la soledad de la noche. Allí le tenían, al cuidado de unos pocos animales, vigilando el frejol, la yuca, las frutas. Haciéndose hombre.

Casi todos los sábados recibía -limpio el tambo y todo en orden- la visita de los padrinos y sus tres hijos. Con una alegría nerviosa, locuaz, mostraba todo como por vez primera.

Y el domingo, a la tarde, de nuevo en su silencio, roto a veces, con canciones de moda, para espantar el tedio.

Así vivía Óscar a sus quince o dieciséis años.

Alguno que otro fin de semana venía a la ciudad. Con sus “propinas” ahorradas cuidadosamente, compraba helados -ése era su vicio-, se tomaba sus gaseosas. Hasta zapatos había comprado con el ahorro.

A veces entraba al cine, con Carlos el hijo mayor de los padrinos, de quien se había hecho muy amigo.

Las películas los enloquecían; contándolas se hacía interminable. Él no entendía de argumentos. Él veía imágenes, unas detrás de otras. Te contaba sin lógica, disparatadamente, imitando gestos y ruidos, como los chiquillos.

Como ustedes verán más adelante, no era zonzo. Era, sencillamente, un niño crecido demasiado pronto.

ªªªªªªªª

En cierta ocasión, visitando la chacra, conversé largo y tendido con Óscar. Carlos, con menos años, pero más vivo, me había acompañado y le estimulaba astutamente a contar sus aventuras, para que yo escuchase y fuera conociéndole.

Ya refrescaba el día, y a no ser por los mosquitos y zancudos innumerables, la hora era maravillosa. Estábamos sentados en un tronco de ishpingo, acercado al tambo. Óscar acariciaba a “Diana”, la flaca perra, compañera tranquila, pero vigilante y fiera con los extraños. El rumor del río llegaba hasta nosotros. Carlos lanzaba piedrecitas hacia algún blanco que yo no adivinaba.

-Cuéntale -decía Carlos- lo del jergón.

Y Óscar iniciaba otro de sus relatos. Eran muchos de ellos cosas de chiquillos; algunos, vivencias de su vida libre y solitaria, encuentros con animales, viejas leyendas de la selva, contadas de padres a hijos, y que él vivía, a menudo protagonizándolas creativamente.

Nos cansamos de estar allí, y pasamos al cuartito -cerrado con pared de caña brava- que él mismo se había hecho en el interior del tambo, demasiado grande. De un clavo colgaba un pantalón. Sobre una silla plegable, amontonadas, arrugadas y sucias tenía dos o tres camisas. Colgada de un alambre amarrado a una de las vigas había una alcuza construida seguramente por él mismo con una mecha de algodón y una lata de leche evaporada. Sobre unas tablas, en desorden increíble, su cama. Y al ladito, sobre el suelo de tierra apisonada y desigual, unos viejos cuadernos de escolar, sucios y deshojados.

-¿Sabes leer y escribir?

-Qué, pues, no he de saber- dijo riendo.

-¿Qué tienes escrito ahí?

-¿Ahí?

-Sí, en los cuadernos.

-Bueno, tengo cuentas… Escribo cómo van las cosechas… Anoto los huevos que han puesto las gallinas durante la semana. Y así.

-A ver -dije-. Préstame uno.

Sus números y sus letras eran grandotas, desiguales, como de niño de primeros grados de primaria. Unas líneas subían, escapándose de la hoja, otras se precipitaban sobre las de abajo. Un desastre caligráfico.

Hojeando vi lo que parecía ser una poesía.

-¿Te la sabes? -acerqué el cuaderno para que la viera.

-Sí.

-¿De memoria?

-No- y volvió a reír-. Yo la he hecho, pero no la he aprendido.

Lo miré. Volví mis ojos a las letras difíciles y desmañadas. Carlos se acercó a mí y se puso a leer también sobre mi hombro.

-Son tonterías que, pienso, mejor no leen.

Pero yo, entonces, leí en voz alta:

Si viene la shushupe

yo la siento;

roza la tierra con su cuerpo frío,

se asustan las palomas,

muere el viento.

La culebra no sabe que yo leo

en el vuelo de los pájaros

el miedo.

He transcrito la copia que él me hizo, poniendo por mi cuenta la puntuación, y tan sólo quitando a “viento” un agravio ortográfico de menor cuantía.

-Óscar, tú eres un poeta.

De nuevo su risa clara, alegre, contagiosa.

--Tú eres un poeta.

De nuevo su risa clara, alegre, contagiosa.

-Yo no sé lo que soy -nos dice, ingenuamente.

Tenía frases como ésa, que te obligaban al silencio, para darles vuelta y ver qué tenía aquel chiquillo grandote en la cabeza y en el alma.

Aquella tarde nos contó que dormía con la retrocarga y el machete a la mano. A veces sentía al difunto, que había visto cierto día, un poquito de lejos, pero clarito, clarito. Esa vez fui yo el que se rió.

-Tú no creerás en esas tonterías -dije con aire de hombre escéptico en cuestiones de tunches.

-Por diosito que he visto -me replicó muy serio.

-Te lo habrás imaginado. Pero ¿cómo vas a ver lo que no hay? ¿Cómo es el difunto?

-Mira. Tú no crees y por eso ríes. Silba un rato: flin, flin flin. Si eres valiente te quedas quieto y miras. Hay otros que corren. Yo salí a ver quién era. Y lo vi. Un color así como verde su cara y sus manos. Mirándome fijo. Era igualito a la Jovita, una viejita que murió el año pasado. Respiraba como si recién está muriendo.

-Soñabas.

-Despierto estaba, Cierto que yo lo vi.

-Por eso tienes cerca la retrocarga y el machete -dije zumbón-. ¿Cómo vas a disparar a un espíritu?

-Bueno, la retrocarga es por la culebra que a veces entra a la casa…

Yo no insistí en el tema de los difuntos. Carlos apoyaba a Óscar y contó un par de casos. Él sí no había visto. Pero tampoco dudaba de esas apariciones. Yo, extranjero y vil producto de la sociedad de consumo, hacía tiempo había perdido el sentido para ese mundo de fantasmas. Pero sí recuerdo las consejas y cuentos de ese estilo, que en mi infancia, muy lejos de esta selva, se contaban las noches de invierno en los cuartos caldeados de las casas mientras llovía en los campos o azotaba los corrales el viento.

ªªªªªªªª

Óscar era elemental como un árbol o una flor. Su vida era la vida de los vegetales, de las plantas que cultivaba, con un saber heredado y certero. Me pidió, en cierta ocasión, “un Evangelio”. Yo se lo llevé. Ya me había dicho que no estaba bautizado, pero yo esperaba su iniciativa. A partir de entonces lo visitaba con más frecuencia y no dejaba de venir a verme los fines de semana que pasaba acá con los dueños de la chacra. Supe que quería bautizarse, por él mismo.

-De repente, si me bautizo ya no veo difunto. ¿Sabe qué? Lindo es el libro Evangelio. Ahí se ve bonito cómo Cristo habla y dice cosas lindas. Si no te ríes de mí te digo una cosa -me miró temeroso, como adivinando mi reacción ante el secreto que estaba a punto de comunicarme.

-¡Qué me voy a reír! Di.

-Bueno. Me duermo toditas las noches con el libro aquí, en el pecho.

-No me río. Me gusta que hagas así. Si yo fuese como tú lo haría también.

Al año de bautizarse se fue a Iquitos para cumplir su servicio militar.

La cosa es que parecía difícil aceptar que aquella criatura tuviera ya edad de servicio. Pero así era, en efecto.

Una noche, semanas antes de ser “llamado a filas”, me vino a ver. Una visita casi de despedida.

Éramos ya bien amigos.

Nos sentamos a la entrada de la casa. La noche estaba espléndida. Sin luna. Las estrellas claras, brillantes, como menos lejanas. Al principio conversamos de cualquier cosa. Ya no recuerdo. Como siempre, yo más bien escuchaba, apoyando simplemente con gestos o insignificantes comentarios, su decir ingenioso, infantil, risueño. Lo que voy a contar parecería una página de Saint-Exupéry.

Habíamos estado un rato en silencio, escuchando el rumor estridente de las chicharras y los grillos.

-¿Sabes una cosa? -me dijo Óscar, mirando las estrellas- ¡Qué lindo sería tener una estrella en el tambo! Con una buena retrocarga, y apuntando bien, de repente cae una. ¿Qué dices tú? Yo la colgaría encimita, a la entrada, para alumbrar todita la chacra.

-Un poco difícil de alcanzar-, comenté por decir algo.

Y lo miré por ver si estaba bromeando, pero estaba hablando, como siempre, muy en serio. Este muchacho increíble me hacía sentir muy chiquito a su lado. Era aquella inocencia espontánea, salvaje, rara. Ante él yo me sentía un vil gusano, miserable y prosaico.

-Nunca podré tener una estrella.

Permanecí en silencio, anonadado. Tenía miedo decir cualquier estupidez que acabase con la pureza de ese momento.

-Hay una que me gusta más que todas. Está mismamente encima del cerro.

Miré hacia el oeste. Sí, allí estaba. Era una estrella muy grande y brillante. Hubiese querido decirle el nombre, pero por desgracia nunca he sabido descubrir con certeza ni las constelaciones del cielo de Europa.

-¿Tú crees -me dice- que subiendo a lo alto del cerro…

-Las estrellas están muy altas, Óscar.

-A esa que te digo, yo le he puesto un nombre.

-¿Sí?

-Sí. El de mi madre. Le he puesto Adela.

-Me gusta ese nombre. Es bien bonito. No hay ninguna estrella que se llame así.

-Ésa es la que quisiera tener en mi tambo.

Óscar se fue al ejército. Aprendió “instrucción militar”. Ya sabe el nombre exacto de las `piezas de una ametralladora. Es posible que ya sepa también contar la distancia de las estrellas `por años-luz.

Pero yo hace tiempo que no sé nada de él.

Maximino Cerezo Barredo