EL ZORRO Y EL PUCASONCO

De pronto el sol comenzó a brillar tras los cerros azules y el zorro detuvo su trote en la cima de una baja colina. Había trajinado toda la noche acercándose a las casas, pero los perros lo habían ahuyentado Estaba cansado y hambriento.

Se mantuvo quieto en la colina, tratando de ver o escuchar algún animal al que pudiera cazar. Sólo se oía un incesante y monótono chirriar de grillos y cigarras. De pronto, el ruidoso aleteo de una paloma lo hizo levantar la cabeza, pero no llegó a verla ni a descubrir su nido con el olfato.

El brillante sol naciente le hería los amarillentos ojos, pero sentía un poco de frío. Estaba viejo y flaco el zorro. Las garras se le habían desgastado, ya no oía los ruidos leves o lejanos, ni veía tan bien como antes. Ya no podía huir cargando una gallina, menos un cordero. Daba largas caminatas tratando de cazar pajarillos, pero generalmente tenía que contentarse con algún ratón o lagartija.

A media mañana, el cansado y hambriento zorro se echó a dormir sobre la hojarasca al pie de un seco, ramoso y deshojado miskisonqo. Es éste un árbol achaparrado y de ancho tronco cuya médula, fofa y dulce, devoran las hormigas cuando hallan un grieta en su gruesa, dura y amarga corteza. En esos casos, queda en pie el árbol seco, en cuyo ahuecado tronco anidan sus asesinas.

Y sucedió que, para desgracia del zorro, el seco miskisonqo cayó cuando el zorro estaba profundamente dormido, sin darle tiempo a despertarse y escapar.

-¡Ay! ¡Ahora sí que me fregué! -exclamó, al descubrir que el ahuecado pero pesado tronco lo aprisionaba. Sentía adolorido todo el cuerpo. El sol le daba en los ojos y se sentía débil. Comprendió que debía zafarse pronto.

-¡Ay! ¡Me debo de haber roto las manos…! ¡Ay! ¡Creo que tengo rotas las patas…! ¡Ay… ayayay! -quejábase. Sintió agudas punzadas en las zarpas, y pensó ingenuamente que quizá eran astillas de la corteza del miskisonqo. Después de estarse quieto un rato pensando cómo escapar, sintió los alfilerazos en el lomo, el pescuezo, las patas…

-¡Ay…ay…ay…! ¡Hormigas!

Sí. Las hormigas, que habían sido capaces de devorar la médula del miskisonqo hasta convertirlo en un pesado tubo, acababan de descubrir al zorro y lo estaban picando, mordiendo. Al comprender que se lo iban a comer vivo, el zorro ladró, forcejeó alocadamente, aulló e hizo culebrear su largo espinazo y cola, levantando las hojas secas en nubes de polvo, pero sólo conseguía cansarse, cegarse y sudar a mares. Entre sus revueltos pelillos, brillaba húmedo el blanco pellejo del pecho que palpitaba agitadamente. Trató de calmarse para considerar su situación. Acezaba. Tenía que detener a las hormigas o escapar. Una vez más intentó zafarse, pero, el peso del miskisonqo era demasiado para sus debilitadas fuerzas. ¿Habrá llegado mi último momento? preguntábase acongojado. El corazón le palpitaba aceleradamente. Sentía a las hormigas abrirse paso entre los pelos de sus patas, en las costillas, la panza, las axilas, el pescuezo, la nuca, alrededor de los ojos. Su pelambre se erizó, un sudor frío lo cubrió. Temblaba y sentía secas las fauces. Entones aulló, aulló, estridente, angustiosamente.

Desde no muy lejos, un yanapishko, pajarito cantor de brillante plumaje negro, contemplaba la escena. Había descubierto dormido al zorro y entonces decidió vigilarlo. Sabía que era temible por su astucia. Y ahora aquella fiera lloriqueaba como cualquier pichón desamparado. Pensó que el zorro merecía estar asustado. ¡Que sufriera en carne propia el miedo y dolor que tantas veces había causado!

El prisionero quejábase cada vez más lastimeramente. A momentos sus desesperados esfuerzos por escapar lograban mover ligeramente el tronco, pero éste volvía a aprisionarlo. Los aullidos se hicieron entonces conmovedores.

El yanapishko se preguntó si no sería su deber ayudarlo. Decidió esperar un rato más. No habría sido extraño que todo no fuera sino una farsa para atraer incautos. De ésas tenía el zorro.

Subía el sol al cenit, y el yanapishko sentía un calor intenso. Esponjó su negro plumaje y se sacudió, sudoroso. Acezaba, sofocado. Hubiera querido arrancarse algunas negras plumitas para dejar al fresco la ardiente piel de su pecho.

De pronto, un agudo aullido feroz, y la gran nube dorada de polvo y hojas que levantó el zorro al agitarse tratando de escapar, decidieron al pajarito negro a intervenir. Voló a otro árbol para ver osadamente de cerca la escena y decidir qué haría. Horrorizado, descubrió que cientos de hormigas llegaban a comerse vivo al pobre zorro. El cuadrúpedo, aterrorizado, se retorcía epilépticamente. Le blanqueaban los ojos, en cuyos párpados bullían los voraces insectos. El pánico ya no le dejaba aullar, y sólo un ronco gruñido subía de su abierto hocico espumeante.

El yanapishko comprendió la situación tristísima del zorro, y decidió ayudarlo a escapar, salvarlo, hacer algo por él. Levantar el tronco que lo aprisionaba. Atacar a las hormigas, picotearlas, comérselas. Nuevas y presurosas oleadas de hormigas convencieron al yanapishko de que sería suicida atacarlas él solo. ¿Qué hacer, Dios mío? ¿Qué hacer entonces? ¿Pedir ayuda? Sí, pero ¿a quién? El zorro tenía muy pocos amigos, y esos pocos no eran amigos suyos... ¡Quizás los demás pajaritos! Sí, ¡quizá ellos! Sin pensarlo más, voló a buscarlos y, al poco rato, comenzaron a llegar bullangueras bandadas. Entre todos atacaron a picotazos a las hormigas y las fueron matando una a una. El zorro, acezando sofocado y con la sudada pelambre erizada, contemplaba incrédulo a sus inesperados y alborotadores samaritanos, ayer nomás sus víctimas. Gordos lagrimones rodaron entonces por sus peludas mejillas, y, en cierto momento pareció que hubiera querido expresarse. Abría el hocico y bufaba, pero de su garganta no salía sonido alguno. Aún le duraba el pánico.

Luego de matar las hormigas, los pájaros se posaron sobre el tronco. Con sus agudas uñitas se prendieron fuertemente a la rugosa corteza, y, a una voz, comenzaron juntos a batir con furor sus alas esforzándose en levantar el tronco. Tras un instante de vacilación, éste se separó un poquito del suelo, y rápidamente se deslizó el maltrecho zorro.

Una vez libre, el zorro se revisó prolijamente las manos, como quien examina un guante. Se las lamió con cuidado, lo mismo que las múltiples mordidas de las voraces y cáusticas hormigas, y ahí se estuvo, atento a sí mismo, dando la espalda a sus bondadosos prójimos que, perdonándole sus fechorías, habían acudido a socorrerlo, movidos por el buen corazón y elocuencia del yanapishco.

Los desdeñados pajaritos se miraron unos a otros al ver la indiferencia y desatención del zorro. Hicieron una mueca con sus picos, menearon la cabeza, y partieron cada uno por su lado, meditando amargamente sobre cuán ingrato suele ser quien más nos debe.

Sólo el yanapishko se quedó ahí, frente al zorro. Le desagradaba tan grande ingratitud, pero quiso creer que era egoísmo de enfermo. Se acercó al ingrato:

-¿Te duele?

El zorro paró de lamerse y deslizó su turbia mirada. Contempló en silencio un largo rato al imprudente y generoso yanapishko. Luego, al levantar la cabeza lentamente, una sonrisa mostró sus afilados colmillos.

-Sí. Me duele aquí -dijo, y con la tosca zarpa se señaló la panza.

-¿Te habrá golpeado una rama?

-¡Yo no siento el dolor!... Lo que pasa es que…, desde hace algún tiempo…

-¡Ah! ¡Ya sé! Estás enfermo, ¿verdad? Eso te pasa por tu pésimo régimen alimenticio. Eres muy desordenado. Muy goloso. Deberías comer más verduras, frutas. Yo, por ejemplo…

-Pero ­­-interrumpió el zorro-, ¿crees tú que un machazo como yo puede ser un vegetariano desabrido como cualquier pajarraco? Yo soy un zorro sano por mis cuatro costados. Nunca nada de lo que comí me hizo daño, para que lo sepas.

-¿Entonces?

-Tengo hambre. Eso es. ¡Hambre!

-Ésa no es razón para mortificarse. A nadie le falta qué comer si hace algo de su parte. Tú ni siquiera necesitas trabajar. Todos los zorros son ricos y…

-¡Rico! ¡Rico! ¿Habráse visto calumnia igual? No tengo un centavo, estúpido. Ni un centavo. Día a día, noche a noche, tengo que buscarme el alimento diario, y a menudo las patas me duelen. Yo soy un zorro pobre, muy pobre…

-¿De veras?

-¡Claro, pues, idiota! ¿Crees que si yo fuera rico y estuviera bien alimentado necesitaría estar vagando así?

-Dicen que lo haces porque te gusta la carne fresca.

-¡Mienten! ¿Has oído? ¡Mienten los miserables!

-¡Oh! No te enfurezcas. Yo no te acuso. Es la gente quien dice así… ¿Quieres algo para comer? Puedo traértelo o llevar el encargo a tu esposa.

El zorro no contestó. Se quedó mirándolo fijamente mientras trataba de ponerse de pie. Pero el miskisonqo y las hormigas le habían malherido la yema de las zarpas, por lo que el dolor lo obligó a echarse nuevamente, sin que por eso quitase del yanapishko su turbia mirada.

-¿Te pasa algo? ¿Te sientes mal?

Tampoco respondió. Quitó súbitamente la mirada del yanapishko, que ya había comenzado a inquietarse, y se miró pensativamente las zarpas. Después de un largo silencio, sonrió y dijo:

-A propósito, ¿podrías hacerme un favor? Un favor pequeñísimo, amigo mío. ¡Verás! Ya se me pasó el hambre... Mejor dicho, no tenía hambre. Nada, nadita de hambre, hermanito. Desde hace algunos años, la carne me hace daño. Me gustaría probar tu régimen vegetariano. Ya no como carne, ¿entiendes? En realidad, hace mucho tiempo que sólo como frutas y mazamorra. La carne es un veneno para mí, querido amigo. Ni probarla puedo. Pero, dime, me harás un favor, ¿verdad, amiguito?

-Buueeno… ¿De qué se trata?

-Pues, verás. Yo soy un pobre zorro casi inválido, ¿te das cuenta? Este golpe me ha terminado de lisiar. Tengo completamente inutilizadas las manos. ¡No puedo ni moverlas! ¿Comprendes? Soy un ser digno de lástima, ¿ves?, y me está picando terriblemente una hormiga aquí, aquí, cerca de la nariz. Me harías, pues, hermanito de mi alma, un favor si tuvieras la bondad de sacármela con tus uñas o tu piquito.

-Oye…oye… No serán mañas tuyas, ¿verdad?

-¡No! ¡Qué va! ¡Ayayay… me está picando, me está picando más fuerte! ¡Ayayay! ¡Que me pica, hermanito, que me pica!

-¡Ahí voy! -dijo el yanapishko y voló a la cabeza del zorro. Éste, que lo estaba esperando, dio un increíble salto y sus colmillos brillaron muy cerca del negro plumaje. Las hambrientas fauces se cerraron furiosas, a tiempo que el negro pajarito, encabritándose, ascendía desesperadamente hacia una rama. Una plumita negra bajó balanceándose en el aire, y otra se quedó pegada en los rojos belfos del chasqueado zorro. Desde lo alto, el yanapishko, acezando, acezando, acezando aún por el esfuerzo, contemplaba incrédulo a quien hacía un instante había salvado de horrenda muerte. Con cinismo, la bestia rondaba el árbol, buscaba cómo cogerlo.

-¡Ahh! -gritaba- ¡Si hubiera tenido sanas mis manitos no te habrías salvado, vil pajaruelo negro, y ahora podría subir a comerte!

El yanapishko sentía latir con fuerza su corazón. El pechito le ardía más que nunca. Tanto, que se miró: sobre sus negras y desordenadas plumitas brillaban dos rojas y gordas gotas de sangre. Los colmillos le habían rasgado el pecho. Empezaba a desangrarse. Moriría y compendió que iba a caer para ser devorado por la bestia, que ya estaba lamiendo gotas de sangre caídas al pie del árbol.

-¡Eres muy malo y… que Dios te compadezca! -dijo, y murió.

Pero no quiso el Creador que cayese y se lo llevó al cielo. En memoria de la infamia del zorro, castigó a éste y a su descendencia a llevar una vida trashumante, y premió el valor y bondad del yanapishko enrojeciéndole el plumaje del pecho y rebautizándolo como Pucasonco, que en quechua significa “corazón rojo” y que en castellano llamamos Petirrojo.

Elmo Ledesma Zamora

2