YÉNDOSE A LIMA

Una noche fui despertado por insistentes golpes a la puerta. Don Pedro, desde la cama, preguntó: ¿Quién?

-Yo, Esteban, vengo por el chiuche.

-Ahh... espérate. Oye, chiuche, levántate que han venido pa llevarte a Lima- me dijo mientras abría la puerta.

-Buenas, don Pedro- dijo el chofer, sacudiendo la nieve de sus hombros-. Está nevando un poco-, comentó. ¿Este es el chiuche?

-Sí-, respondió don Pedro. -Es bien guapo el cholito. Ha trabajado en la pallaqueada y ahora ha entrado de capachero. Pero mejor que se vaya. Acá se va a fregar.

Don Pedro se detuvo en la puerta, y colocando su pesada mano sobre mi hombro, me despidió con estas palabras:

-Adiosito, pues, chiuche. Trabaja mucho, junta tu plata, no te juntes con ociosos. Escríbeme a ver si yo también voy a conocer Lima. Adiosito, pues, chiuche, que te vaya bien.

Punzante angustia me hirió el pecho y no pude decir sino: Gracias, don Pedro.

Salimos. Una frío viento arrastraba la rala nieve que caía, y la luna lanzaba sus tenues rayos sobre los cerros cubiertos de blanca nieve. El lejano zumbido de la Casa de Fuerza y el agua rumorosa que se precipitaba por una acequia cercana, fueron mis canciones de despedida.

Bajamos en silencio. El frío me hacía castañetear los dientes. El chofer, que caminaba delante, con las manos en los bolsillos y la gorra metida hasta las orejas, silbaba un triste.

A un costado de la pista se hallaba estacionado el ómnibus con el motor funcionando suave y acompasadamente. A lo lejos se divisaba la laguna mostrando parte de sus tersas aguas bañada por los débiles rayos de la luna, mientras la otra se hallaba sumida en tinieblas, por la sombra que proyectaba un elevado cerro coronado de nieve.

-Zámpate bien adentro, chiuche-, me dijo el chofer mientras abría la portezuela del ómnibus.

El carro estaba atestado de pasajeros. Tuve que levantar las piernas y pasar sobre otros viajeros sentados en los pasadizos, para llegar al fondo.

Cuando el vehículo inició su marcha, aún no había logrado acomodarme. En una curva caí entre dos costales y allí me quedé envuelto en el denso humo de los cigarrillos. En aquel ambiente abrigado flotaba un pronunciado olor a coca. Junto a mí una mujer amamantaba a un niño y un hombre, acurrucado entre dos asientos, roncaba ruidosamente.

El motor rugía y el carro trepaba penosamente por la escarpada via iluminada por la luna y los potente reflectores, y la nieve seguía cayendo sin tregua.

-¿A dónde vas, chiuche?-, me preguntó uno de los viajeros.

-A Lima.

-¿Vas a trabajar o tienes familia?

-Voy a trabajar.

-Ahh... ¿Entonces vas a la paña?

-No. No sé qué es eso. Yo voy porque mi tío Pedro me manda con el chofer.

-Oyeee...-, gritó, dirigiéndose al chofer. ¿Adónde te llevas a este chiuche?

-A Lima, donde la señora Jacinta que me ha encargao.

-Dámelo a mí, hom. Yo te pago tu comisión y su pasaje. Me está faltando gente.

-Oye, chiuche- dijo, volviéndose hacia mí-, mejor vámonos a la paña. Allá te ganas cinco soles y hasta seis al día, y no estás lavando platos donde la Jacinta que te dará veinte soles al mes. ¿Qué dices? Yo soy el contratista.

Sin darme tiempo a responder, el chofer gritó desde su asiento.

-¿Cuánto me das de comisión?

-Te daré tu libra y te vas en coche.

-¿Tú crees que por una libra voy a estar buscando muchachos? Si quieres me das veinte soles y te lo llevas.

-No; hasta quince te doy, ¿que dices?

-Bueno, ya hablaremos de eso-, finalizó el chofer.

No escuché más, porque me quedé dormido, hasta que una parada brusca y un atado que se me vino encima me despertaron.

-Ya estamos en Lima-, comentó la mujer que tenía el niño dormido entre sus brazos.

-Abajo los que se quedan en la Parada-, gritó el chofer.

Al instante se incorporaron algunos pasajeros y yo traté de mirar hacia afuera por una rendija que había entre dos enormes atados. Una gran alegría me invadió entonces. ¡Lima!, exclamé alborozado. Me parecía increíble. Me acordé de Pedro y Nico ¿Qué estarían haciendo en Oroya? Les escribiré, pensé.

Mientras tanto los pasajeros, después de pagar al chofer, se marcharon con sus grandes bultos.

-¿Y qué dices del chiuche? ¿Lo dejo acá o te lo llevas?-, preguntó el chofer al contratista.

-Quince soles y el pasaje. No doy más-, respondió éste.

-Listo.

El chofer volvió a sentarse tras el timón y el carro reinició su marcha por las calles asfaltadas de la población. Los focos de luz envueltos por la niebla pasaban veloces ante mis ojos. Yo seguía en silencio sin despegar la cara de la ventanilla. Estaba alegre. Cruzamos un puente sobre un río sin agua, y bajamos una pequeña pendiente. Seguimos adelante a una regular velocidad y entramos a una calle ancha, rodeada de grandes árboles. Momentos después, abandonábamos la ciudad.

Entonces recién me aventuré a preguntar. ¿Ya pasamos Lima?

-Claro, pues, hace rato. Ahora nos vamos a la hacienda Montesclaros, a la paña. Allí sí que vas a ganar plata, cholito, te has armao-, me contestó el contratista.

Una tremenda angustia me invadió otra vez. Yo que había soñado estar en Lima, sólo había logrado pasar por ella de noche. Apesadumbrado seguí mirando tercamente aquel amanecer costeño. Inmensas pampas verdes, moteadas de blanco y divididas por tapiales grises, se perdían a la distancia.

-Esos son los algodonales, allí vamos a pañar-, me explicó la mujer que llevaba al niño.

Así continuamos algo más de una hora, hasta que el ómnibus desvió su marcha. Abandonó la pista asfaltada e ingresó a un camino polvoriento. Por fin, cuando el sol lanzaba sus rayos a plomo, se detuvo frente a una tranquera. Se acercó un hombre y habló brevemente con el chofer. Luego sacó una llave, abrió el candado y levantó la tranquera para que pasase el ómnibus con su cargamento humano. Después de recorrer un breve trecho, el carro se detuvo bajo un cobertizo, y el chofer gritó:

-Todo el mundo abajo.

Fui uno de los últimos en bajar. Un grupo de hombres, mujeres y niños nos rodeó en círculo y nos miraban como a seres raros. La mayoría eran negros o mulatos. Usaban camisa y pantalón blancos de tocuyo, y grandes sombreros de paja. Los niños despeinados y todos con los pies desnudos ocupaban las primeras filas y nos miraban con curiosidad. Me sentí completamente extraño y asustado.

-Ja, jaja, já. Acá están, pues, los serranos piojosos que trabajan por medio-, exclamó un negro alto y musculoso.

-A esos desgraciados los traen como chanchos pa'hacerlos trabajar como burros.

Yo estaba intranquilo y temeroso. Instintivamente me coloqué al lado de la mujer que había viajado junto a mí. Unos nos miraban con curiosidad y otros con odio. Los niños se acercaban asustados y las mujeres hablaban en voz baja. El contratista y el chofer regresaron acompañados de un hombre con pantalón de montar y botas, que igual que el capataz de los pallaqueros, llevaba un foete en la mano: era el capataz.

-A ver -dijo con voz gutural-, los hombres solos al galpón y los que tienen mujeres a la ranchería.

Me quedé parado, sin saber qué rumbo tomar, hasta que decidí marchar tras los hombres solos. El galpón era una enorme habitación de techo muy alto y con sólo dos pequeños tragaluces. Los extremos siempre se hallaban a oscuras y el piso era de tierra negra y húmeda. Allí íbamos a vivir. Todos sacaron de sus atados mantas y pellejos y los extendieron sobre el piso.

-¿Tú no has traído nada?-, me preguntó un mocetón como de veinte años.

-No, yo no he traído nada. Yo he venido a Lima a trabajar en una fonda-, le respondí.

-Ahh... ¿tú eres el chiuche que ha subido en Morococha?

-Sí.

-Bueno, pues, descansa entonces en este pellejito, mientras yo chakcho mi coca.

Yo no sentía sueño ni cansancio. Ansiaba salir afuera y ver el campo, pero nos lo habían prohibido. Al poco rato entraron el caporal y el contratista. Ambos, libreta en mano, comenzaron a preguntar nombres y a hacer apuntes. Cuando llegaron junto a mí, me dijeron:

-¿Cómo te llamas?

-Juan Rumi.

-¿Cuánto de adelanto?

-Veinte y veinte de pasaje, total cuarenta-, respondió el contratista sin dejarme hablar.

Yo estaba como ausente. No me interesaba lo que acababa de oír. Por entonces era aún muy pequeño y no le daba importancia a muchas cosas.

Julián huanay

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Elmo LEDESMA ZAMORA