EL SECRETO DE UN ALBAÑIL

Y SUS HIJOS

I

Hace muchos años, en las afueras de una gran ciudad del norte vivía un albañil que apenas ganaba para alimentar a su familia. Pese a ello, cumpliendo las normas de su religión, descansaba el domingo e iba a misa.

Una noche, ya muy tarde, el albañil se despertó al oír que alguien llamaba dando fuertes golpes en la puerta de calle. Se levantó muy enojado, y gritó:

Yaa! ¿Quién es? ¿Por qué llama así? ¿Acaso esto es un hotel?

-He venido para encargarte un trabajo.

El albañil abrió rápidamente la puerta y vio que quien llamaba era un anciano de aspecto distinguido y tan agotado que parecía a punto de desmayarse.

-Perdóname por venir a esta hora, pero te he estado observando y he visto que eres buen cristiano y que puedo confiar en ti. ¿Quieres hacer un trabajo para mí?

-De acuerdo. Pero a condición de que me pague lo que me corresponde.

-Te pagaré mucho más de lo acostumbrado, con dos condiciones: debes comenzar esta noche, y te conduciré a tu trabajo con los ojos vendados.

El albañil aceptó, y el anciano lo condujo a ciegas a través de la ciudad. En medio de la noche, los dos hombres atravesaron muchas calles, hasta detenerse ante un portón.

El albañil oyó cómo el anciano introducía la llave en la cerradura y el portón se abría chirriando. Entraron en la casa y, una vez cerrado el portón, el anciano lo hizo cruzar un patio con jardín, luego un pasadizo y después a un patio empedrado. Al serle quitada la venda, vio, a la luz de una pequeña lámpara, que en el centro del patio había una fuente.

-Quiero que debajo de esta fuente me hagas una perfecta obra de albañilería -dijo el anciano-. Se trata de construir un escondrijo subterráneo.

El albañil comenzó su trabajo y no paró hasta el amanecer. Entonces el anciano le puso cuatro antiguas y gruesas monedas de oro en la mano y de nuevo le vendó los ojos. Mientras el anciano le conducía por las callejuelas de la ciudad, le dijo:

-¿Vendrás mañana para terminar tu trabajo?

-Con mucho gusto, señor, si me paga como hoy.

-Mañana iré a buscarte. No hables a nadie del trabajo que has hecho esta noche.

Cuando al día siguiente el albañil terminó su trabajo, el anciano le dijo:

-Ahora debes ayudarme a traer lo que quiero enterrar aquí.

El albañil se asustó pensando que iban a enterrar allí a alguien, hasta que vio que sólo se trataba de varias ollas y botijas llenas con algo que pesaba mucho. Después terminó de llenar con tierra y arena el escondrijo, y volvió a empedrar el piso, de modo que no quedó huella. Entonces el anciano le dio doce monedas de oro, le vendó los ojos y, dando más rodeos que el día anterior, le llevó a un lugar, donde le dijo:

-Debes permanecer aquí con los ojos vendados, hasta que las campanadas de la catedral anuncien las seis de la mañana.

El albañil regresó contentísimo a su casa y de inmediato comenzó a gastar el dinero recién ganado. Se compraron ropa fina, llenaron de muebles su casa, los niños tuvieron juguetes nuevos, comenzaron a comer muy bien, hacían fiestas, convidaban a los amigos y parientes, y con frecuencias de iban de paseo. Así, de sol en sol y de céntimo en céntimo, las dieciséis gruesas y antiguas monedas de oro se fueron yendo de sus manos, y poco a poco el albañil y su familia regresaron a su antigua pobreza.

II

Años después fue a buscarlo un millonario conocido por su gran avaricia y mezquindad con los inquilinos de las mumerosas casas que poseía en esa ciudad.

-¿Puedes hacerme un trabajo, pero barato nomás? -preguntó al albañil.

-Con mucho gusto.

-Tengo una casa que se cae de vieja; y nadie quiere vivir en ella. Tienes que hacerme un trabajo bueno y barato.

El casero condujo al albañil a una casa que, efectivamente, parecía que iba a derrumbarse de un momento a otro. Cuando recorrían la casa llegaron a un patio empedrado, en cuyo centro había una fuente. El albañil se dio cuenta de que estaban en la casa donde hacía años había realizado aquel misterioso trabajo nocturno, y preguntó:

-¿Quién era el inquilino de esta casa?

-Un hacendado millonaro, anciano y solitario. No tenía familia ni parientes. Todos creían que dejaría su fortuna a la Iglesia, pero al registrarse la casa tras su muerte sólo se encontró unas pocas monedas y varios billetes. Ni cien soles dejó. Y ahora nadie quiere vivir aquí. Dicen que el anciano avaro se aparece cada noche para contar sus monedas...

-Señor -dijo entonces el albañil-, para venir a trabajar a esta casa debo caminar cuatro kilómetros. Yo le cobraré la mitad por arreglarla y pintarla si usted me deja vivir aquí a mí y a mi familia hasta que usted encuentre un inquilino y yo consiga otro trabajo. Y además, si se me aparece el anciano avaro lo convenceré para que no regrese más.

Su oferta fue rechazada por el mezquino casero, quien le dijo que si quería vivir ahí tendría que pagar alquiler. Pero, finalmente llegaron a un acuerdo: el albañil y su familia vivirían gratis ahí un par de meses -que era el tiempo que demoraría la refacción-y el dueño le pagaría la mitad por su trabajo.

III

Al terminar el trabajo y vencerse el plazo, el albañil y su esposa tomaron en alquiler una casa cerca del mercado. Ahí abrieron una tiendita de comestibles, en la cual sus pequeños hijos los ayudaban alternando las ventas y sus tareas escolares.

Un año después, abrieron un puesto de venta de zapatos en el mercado, que atendía el ex albañil con su hijo mayor, mientras su esposa, hija e hijo menor continuaban a cargo de la tienda que para entonces había crecido enormemente. Cada uno de los hijos, al terminar su educación primaria, comenzó a tener su propio negocio en el mercado: la mujercita un puesto de jugos de frutas donde la ayudaba una prima; el hijo mayor se hizo cargo del puesto de zapatos. Y el menor de un puesto de venta de pollos y huevos. El padre adquirió una camioneta y comenzó a encargarse de comprar al por mayor y distribuir productos para bodega, juguerías, zapaterías y pollerías. Los hijos no estudiaron educación secundaria, para poder atender a tiempo completo sus negocios.

Pasaron cinco años y el alabañil, su esposa y sus tres hijos tenían cada uno dos tiendas, y compraron la antigua casona del patio empedrado. Siguió pasando el tiempo y fue creciendo el número de sus negocios. Así llegaron a ser reconocidos como una de las familias más ricas de la ciudad.

Recordando sus años de pobreza, el albañil ayudaba mucho a los pobres, y no reveló a nadie el secreto del escondrijo subterráneo hasta el momento de su muerte.

Elmo Ledesma Zamora

(Desarrollo de un argumento de Washington Irving)

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