Relatos V Ciclo | doc | html |
para V Ciclo de EBR (5° y 6° grados de Educación Primaria)
En el barranco de K'ello-k'ello se encontraron, la tropa de caballos de don Garayar y los becerros de la señora Grimalda. Nicacha y Pablucha gritaron desde la entrada del barranco:
He esperado muchos años para escribir mi historia porque no tenía ni con qué ni dónde escribir y, además, porque nunca antes me atreví. Ahora, ya con esta larga barba blanca y con todo el poco resto de mi vista, he decidido que si me creen loco por lo que voy a contar, es sólo porque ésta es realmente la más increíble y extraña historia de piratas jamás contada. Es mi deseo que si esta crónica llega a ti, niño o niña, no se la cuentes a ninguna gente grande: ellos no entenderían. Y es mi deseo, también, que leas o escuches con atención, porque tú no estás libre de que algo así te pueda suceder: el que aprende por experiencia propia es un mortal inteligente, pero el que aprende de la experiencia ajena es un mortal sabio.
Fría y brumosa noche de luna. Un viento huracanado pasa bramando en los techos, los eucaliptos y los nogales de las huertas, arrastrando jirones de niebla que parecen fantasmas...
Hermano Leoncio, ¿cierto que viene uno nuevo? ¿Para el Tercero "A", hermano? Sí, el Hermano Leoncio apartaba de un manotón el moño que le cubría la cara, ahora a callar.
Pero el viaje desde su pueblo fue largo y caro, de omodo que se le acabó el dinero y cuando vio que el rey era un hombre como cualquier otro, pensó: «Por ver a un hombre igual que los demás he gastado casi toda mi plata y a pesar de ahorrar comiendo poco y durmiendo en el parque ahora sólo me quedan diez pesos. Ni siquiera tengo dinero para comer algo un par de días.»
Pero. un día, la ciudad y sus habitantes se vieron enfrentados por una novedad que la cambió para siempre, haciéndola famosa hasta hoy. Lo que ocurrió en primer lugar fue que Hamelín se vio invadida por una plaga de ratas.
Cuando el río carga, brama contra las peñas invadiendo la amplitud de las playas y cubriendo el pedrerío. Corre burbujeando, rugiendo en las torrenteras y recodos, ondulando en los espacios llanos, untuosos y ocres de limo fecundo en cuyo acre hedor descubre el instinto rudas potencialidades germinales. Un rumor profundo que palpita en todos los ámbitos, denuncia la creciente máxima que ocurre en febrero. Entonces uno siente respeto hacia la correntada y entiende su rugido como una advertencia personal.
Otra forma de buscar cangrejos es avanzar hundiendo en la arena los talones con un giro de vaivén, rogando no tropezar con una raya, cuyo agudo aguijón causa dolorosísima herida. Si todo va bien y uno pisa lo que parece ser una piedra enterrada del tamaño de un puño, afloja el pie un poquito: si la "piedra" se mueve, uno se agacha dentro del agua sin quitar el pie, desliza la mano bajo el talón y coge por la caparazón su primer crustáceo, y uno salta y grita feliz mostrándolo en alto. Los otros mariscadores, desde lejos ven el cangrejo y se acercan corriendo, pues donde hay uno hay cientos.
Había una vez un hombre llamado Ishyan que, por sobre todas las cosas, amaba anzuelear.
Tres hermanos discutían sobre cómo dividirse el rebaño de setenta alpacas que les había dejado en herencia su padre. Entonces pidieron ayuda a un anciano pastor vecino que tenía fama de saber hacer bien las cuentas.
Pese al fracaso, quise volver a intentar, y pedí nuevas semillas a California. Extirpé las malas hierbas, removí la tierra y ya iba a sembrar, cuando vi los cangrejos y hormigas en espera. Me desalenté por completo. "Mejor volveré a escribir", pensé. En la tarde, mientras limpiaba mi máquina portátil, pasó frente a mi casa en su vieja carreta un chino llamado Hop Sing. Yo sabía que tenía por ahí cerca un huerto de maíz, camotes y sandías. Por eso, apenas lo vi, lo llamé y le di mis paquetes de semillas. Le dije qué contenía cada uno: lechugas, frijoles, calabazas, tomates y maíz Golden. Medio refunfuñando, me preguntó: ¿Y cuánto cuesta esto?
Si hubiera escritor de vena que se encargara de recopilar todas las agudezas que del ex presidente gran mariscal Castilla se refieren, digo que habríamos de deleitarnos con un libro sabrosísimo. Aconsejo a otro tal labor literaria, que yo me he jurado no meter mi hoz en la parte de historia que con los contemporáneos se relaciona. ¡Así estaré de escamado!
Cuando yo era niño, las clases en los colegios comenzaban a las ocho, se suspendían a las doce --para ir a almorzar-- y continuaban de dos a cinco. Con ese horario estudié primaria en el colegio "Nuestra Señora de las Mercedes” o simplemente “La Merced", que funcionaba detrás de la iglesia del mismo nombre, en la calle Filipinas, en el “centro” o barrio antiguo de Lima. La capital no era entonces muy grande, y en esas dos horas me iba a almorzar en mi casa, y retornaba al colegio a charlar o jugar un rato en el patio hasta las dos.
Óscar era de nadie. Como un ser parido de noche por la misma selva, y dejado crecer en una chacra lejana. Tenía unos ojos verdosos como el agua de una cocha, que miraban de frente, inocentes y confiados. El pelo liso y negro, como de campa, le caía hasta las cejas. Un rostro ancho, de niño aún, pero un cuerpo recio, de hombre ya maduro. Los brazos morenos, musculosos. La sonrisa permanente, siempre franca y amigable.
Hace muchos años, cuatro hombres de la sierra habían llegado a una selva llamada Perené. En ese lugar adonde llegaron vivían dos campesinos que eran agricultores. Al llegar donde los campesinos, preguntaron dónde podrían encontrar un buen terreno para trabajar.
Pero no pudiendo vivir en la aldea, establecióse en las peñas del "Boquerón", que es una punta de tierra terminada en rocas dentro de la mar. Allí, donde las aguas se arremolinan con violencia, hay una corriente impetuosa; y allí, en la roca del centro, está siempre sentada, con su guadaña filuda y estibando los botes que pasan, con malicia e impaciencia de pescador. Y así acaece que cuando las "paracas" llevan por su dominio alguna frágil navecilla, la Intrusa, que está alerta, ¡zas! le tira la guadaña, sumerge la embarcación y pesca, de golpe, cinco o seis vidas. Por eso sus hazañas están unidas al recuerdo de la "paraca", aquel viento trágico del sur, durante el cual no salen al mar los pescadores. Sacan sus botes sobre la arena de la orilla, y alineados esperan que pase el viento; y si hay algunos en el mar, los parientes y amigos aguardan inquietos el retorno, las viejas rezan, y los muchachos abren tremendos ojos buscando en el horizonte el volar de las velas triangulares y blancas como alas.
Pedro Serrano salió a nado a aquella isla desierta que antes dél no tenía nombre, la cual como él decía, tenía dos leguas en contorno; casi lo mismo dice la carta de marear, porque pinta tres islas muy pequeñas, con muchos bajíos a la redonda, y la misma figura le da a la que llaman Serranilla, que son cinco isletas pequeñas con muchos más bajíos que la Serrana, y en todo aquel paraje, los hay, por lo cual huyen los navíos dellos, por no caer en peligro.
Un día Jempue estaba cantando mientras iba y venía entre los árboles para chupar el néctar de las flores. Su canto se oía a larga distancia. Mashu, el pájaro paujil, al escucharlo desde el interior de la selva, se preguntó:
Guillermo Silvestre No llegué a verlo claramente esa tarde. Cuando nos acercábamos a su bohío -mi padre jineteando una mula y yo un pequeño caballo-, dejó de atizar el fogón donde preparaba la comida y echó a correr a campo traviesa, con los harapos flotando al aire, para esconderse en unos matorrales. Fuimos hacia ellos. Ningún movimiento denotaba la presencia de un ser viviente entre las ramas. Se había aquietado, para disimular mejor, según hacen los animales salvajes. Mi padre llamó a grandes voces y nadie respondió. Volvimos al bohío y nos pusimos a esperar, sentados en una piedra tendida frente al corredor. En el fogón hervía, rodeada de un acre humo de boñiga, una olla de papas.
“No seas rabioso, hijito. Has de entender, has de escuchar. Para que vivas, hijito.
En la región andina central durante la década de 1920 el pequeño caserío de Pucaripampa fue víctima de repetidos ataques de bandas de abigeos. Largo tiempo cometieron éstos sus robos y eran tan crueles que con cualquier pretexto mataban a los varones y se robaban a los niños y a las mujeres jóvenes. Los pucaripampinos ofrecieron feroz resistencia, pero no pudieron detener la ola de robos y asaltos. Eran muy pocos, tenían pocas armas, sus casas estaban muy separadas entre sí, y el pueblo más cercano quedaba a treinta kilómetros por caminos de herradura.
Una vez, mi amiga Albertina se fue al monte a buscar semillas para hacerse un collar. Machete en mano, se abrió paso entre las ramas. Deteniéndose de rato en rato, recogía semillas de diferentes formas, tamaños y colores: unas negras, redondas y brillosas como ojos de buey, otras blancas y pequeñas como dientes de leche, algunas amarillas en espiral y... ¡ahí!, en el suelo de un claro del bosque, de donde un guacamayo acababa de volar, vio unas semillas negras con una mancha roja... ¡eran huairuros!
En la escuela primaria de Huanchaco -pequeño pueblo de pescadores cercano a Trujillo, capital del departamento de La Libertad- algunos alumnos y alumnas eran de Cajabamba, Chota, Celendín, San Miguel y otras ciudades de Cajamarca. Habían ido allá con sus padres para la construcción del muelle del puerto trujillano de Salaverry. Al terminar las obras, una sequía en la sierra los hizo quedarse un tiempo en los pueblos cercanos a Trujillo.
Nos dicen ciertas gentes que es incapaz el indio; yo voy a contestarles
Cuentan los pastores de la pampa de Junín y la puna de Pasco que, en tiempo de los tatarabuelos de los bisabuelos de sus abuelos, vivía por las alturas de Óndores un hombre llamado Puca Amaru con su esposa Yurac Coillur y su pequeño hijo Killinchu.
-¡La Diamela ha tenido hijitos! ¡La Diamela ha tenido hijitos! El fuego estallaba en los leños del fogón.
PUEDAN LEER Y ESCRIBIR I Luis Braille -el inventor del alfabeto para ciegos-, nació a comienzos del siglo antepasado en un pueblito de Francia. Fue el hijo menor de una familia de artesanos que elaboraban artículos de cuero para los campesinos de su región. Sus hermanos -Simón, de quince años, Catalina de doce, y María de diez- le contaban cuentos, le cantaban y le leían cuanto podían.
I Hace muchos años, en las afueras de una gran ciudad del norte vivía un albañil que apenas ganaba para alimentar a su familia. Pese a ello, cumpliendo las normas de su religión, descansaba el domingo e iba a misa.
Les voy a contar de cuando yo era niño y estudiaba en San Miguel, en la costa del norte. San Miguel es un pueblo pequeño y hermoso donde todo el mundo se conoce. Un viernes, a fines de agosto, hicimos en la escuela los últimos entrenamientos para el campeonato deportivo. Ese día nos soltaron a las doce, es decir, una hora antes de lo usual.
Yo fui a acompañarla, junto con mi tío Fermín, el menor de sus hijos. Fermín había terminado el colegio y como aún no había decidido qué hacer de su tiempo y su vida se entretenía enseñándome llaves de lucha libre, experimentos de química y leyéndome con voz atronadora trozos de La Ilíada.
Hace mucho, mucho tiempo, la gente de acá, la gente de Lunahuaná, todos vivíamos casi sólo de la agricultura. Así era hasta hace pocos años. Sembrábamos maíz, zapallos, lechugas, repollos, betarragas y otras hortalizas. También cultivábamos frutales, especialmente nísperos, manzanos, pacaes, paltos, higueras. Y uvas, por supuesto, y cuando se dice uvas también se dice vino y se dice pisco.
-¿Y quién sabe si eso ha sido realmente una desgracia? Los vecinos quedaron sorprendidos por sus palabras, y algunos pensaron que el anciano estaba volviéndose tonto al dudar sobre si perder un caballo era una desgracia o no.
A la madrugada siguiente se despertó y emprendió su lago viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de las naves de los piratas, de los ríos, de las fieras y de los hombres.
Se preguntaba apenado: --¿Por qué será así? ¿Por qué yo no puedo cantar como mis compañeros?
Con ella se demostró la redondez de la tierra, se conoció su verdadero tamaño y se abrió una ruta oceánica que posibilitó innumerables descubrimientos astronómicos, geográficos, botánicos, zoológicos y mineralógicos.
Éste era un matrimonio joven. Vivían en una comunidad. El hombre tenía una vaquita, una sola vaquita. La alimentaban dándole toda clase de comidas, gachas de harina o restos de jora. La criaban en la puerta de la cocina. Nunca la llevaron fuera de casa y no se cruzó con macho alguno.
Al avanzar en su dibujo, Margarita necesitó un color verde, pero no tenía. En cambio, su amiguita Isabel tenía dos colores verdes. Entonces se acercó a su amiga y le pidió:
Sabed todos vosotros, ¡oh señores ilustrísimos! que mi padre era un mercader de rango en Bagdag. Había en su casa numerosas riquezas, de las que disponía sin cesar para distribuir a los pobres dádivas con largueza pero con prudencia, y a su muerte me dejó muchas tierras y otros bienes, siendo yo aún muy pequeño.
Al segundo día de agasajos a sus amigos, y tras haber cenado suculentas viandas, bebido finas bebidas y haberse solazado escuchando música de instrumentos y cantos, y admirando a los ágiles danzantes, se sentaron todos juntos en ruedo para escuchar a su generoso anfitrión.
Al día siguiente, después de un festín tan suntuoso como el de la víspera, Sindbad el Marino contó ante la misma asistencia la historia de su quinto viaje.
"Sabed, ¡oh todos vosotros mis amigos, mis compañeros y mis queridos huéspedes! que al regreso de mi quinto viaje, estaba yo un día sentado delante de mi puerta tomando el fresco› y he aquí que llegué al límite del asombro cuando vi pasar por la calle unos mercaderes que al parecer volvían de viaje. Al verlos recordé con satisfacción los días de mis retornos, la alegría que experimentaba al encontrar a mis parientes, amigos y antiguos compañeros, y la alegría mayor aun, de volver a ver mi país natal; y este recuerdo incitó a mi alma al viaje y al comercio. Resolví, pues, viajar. Compré ricas y valiosas mercaderías a propósito para el comercio por mar, mandé cargar los fardos y partí de la ciudad de Bagdad con dirección a Basora. Allí encontré una gran nave llena de mercaderes y notables, que llevaban consigo mercancías suntuosas. Hice embarcar mis fardos con los suyos a bordo de aquel navío, y abandonamos en paz la ciudad de Basora.
"Sabed, ¡oh amigos míos! que al regreso del sexto viaje, abandoné toda idea de emprender en lo sucesivo otros, pues aparte de que mi edad me impedía hacer excursiones lejanas, ya no tenía yo deseos de acometer nuevas aventuras, tras de tanto peligro corrido y tanto mal experimentado. Además, había llegado a ser el hombre más rico de Bagdad, y el califa me mandaba llamar con frecuencia para oír de mis labios el relato de las cosas extraordinarias que en mis viajes vi.
Meses después se quedó completamente sola al morir su única hermana, mucho menor que ella y a quien ayudaba y mimaba por ser ciega de nacimiento. Anna se sintió muy desdichada.
Dicen que en un pueblo vivía con su abuela un joven ocioso. La abuelita enviaba a trabajar a este joven a traer leña y trabajar la chacra Pero este joven ocioso no quería trabajo alguno, sólo tocaba su flauta y su bandurria, todos los días.
Terminó prohibiéndonos jugar en la huerta desde que tras un terrible día de corretearnos jugando a las escondidas y a “ladrones y celadores” (“alas chapadas” dicen ahora) quebramos una rama del mango, pisamos un pollito y rompimos el macetón del ñorbo.“!Váyanse a jugar afuera!”, dijo mi tía conteniendo apenas su furia. Pero la estrecha calle, por donde raramente pasaban autos, no bastaba para el vóley y el fulbito. Es que éramos un montón. Hace poco vi fotos de entonces. Ahí estaban Alfredo Delgado, Nelly Cuzquén, Berta Farro, Inés Balarezo, Tito Romero, Rosa Yarlequé, Jeannette González, Jorge Urrutia, Sonia Guerrero, Doris Barragán, Víctor Farromeque, Anita Leyva, Héctor Pimentel, los hermanos Ruiz, Mestas, Zamora, Ahumada, Deza, Huamanchumo y otros cuyo nombre no recuerdo. Todos estábamos terminando primaria o comenzando secundaria, salvo Zoraida y Alejandro, ya universitarios y que podían cuidarnos y protegernos.
Yana Ñawi era como cualquier otra niña del entonces naciente Imperio Inca, sólo que vivía en el Qosqo y le gustaba mucho dibujar. Vivir en el Qosqo tenía sus ventajas: llegaban muchas gentes de los más remotos lugares y traían los más increíbles objetos, a veces como regalos para la familia real, a veces simplemente para trueque.
Una vez había un puma que estaba echado en el suelo descansando. Este puma tenía su chacra. En la chacra del puma había toda clase de frutas sembradas: naranjas, piñas. Plátanos, caimitos y mangos.
En el año mil novecientos cincuenta y cinco llegaron los primeros pobladores a un lugar que tenía una pampa entre los montes. Talaron los árboles y sembraron plantas como maíz, yuca, plátano y café. Pasaron los meses y las plantas produjeron, pero los animales comenzaron a comerse los choclos, las yucas, los plátanos y otros productos que habían sembrado. Lo hacían muy astutamente, sin dejar huellas. Sólo arrancaban lo que les gustaba.
Caminan bajo un sol ardiente o envueltos en la niebla, y a veces bajo la lluvia o sobre la nieve.
Un día, el hombre, cansado de ver que su situación no mejoraba en nada, pensó “¿Para qué trabajar si no hay progreso?” Entonces decidió dejar de trabajar.
Así, el hombre pobre estaba en la fiesta de matrimonio donde habían señoras que vendían chicha.
Hijos míos, habéis de saber que hubo una vez una cigarra que se pasó todo el verano cantando. En cambio, cerca de ella, una hormiga trabajadora iba y venía, acarreando provisiones para su hormiguero. Llevaba granos de trigo, alpiste y maíz, y los iba depositando en sus trojes subterráneos... Pero pasó el verano y comenzó el invierno, crudo y desapacible. El agua y la escarcha cubrieron los campos. La cigarra entonces, no encontrando qué comer, se acercó al hormiguero. "Señorita hormiga --dijo--. ¿Podría hacerme la caridad de darme un granito de trigo para matar el hambre?" Pero la hormiguita salió al borde de su agujero y le dijo con gesto agrio: "Señorita cigarra: si yo tengo mis graneros repletos es porque pasé el verano afanándome y trajinando. ¿Qué hacía usted mientras tanto?" La cigarra contestó: "¿Yo? Cantar y cantar". Entonces la hormiguita, volviéndole la espalda, terminó: "Pues bien, señorita cigarra, si en el verano cantaba usted, ahora en el invierno... ¡baile usted!"
Cuando era niño, llegaba yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones. Desmontaba con las espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara desollada por la fusta del viento jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme. Luego me masajeaba las mejillas y los labios agrietados con manteca de cacao. Mis hermanos y primos miraban las alforjas indagando por juguetes y caramelos. Mis parientes forzudos me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama campesina dejaba resbalar un lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía campesino que me acompañó si nos había ido bien en el camino y el campesino respondía invariablemente que bien. Recuerdo todavía sus nombres camperos: Juan Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel. Solían añadir, de modo remolón, si sufrimos lluvia, granizada, cansancio de caballos o cualquier accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar se hizo más notable porque una súbita crecida se llevó un puente y por poco nos arrastra el río al vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar:
-¡Alto! -Aquí toy, señó. -Su carnet. Señó, cainé tengo, pero ta pa llená
Pasó el año escolar y llegó la Navidad, y con ella las vacaciones. El estudiante regresó a su hogar, y fue recibido con gran alegría por sus padres y hermanos, así como por sus amigos de las chacras vecinas.
-Un auto la ha atropellado... -nos dijo con voz triste. La llevamos donde don Fortunato, quien sabía mucho de las enfermedades de los animales y le curaba las vacas a don Guillén. Diamela no podía sostenerse en sus cuatro patitas. Don Fortunato la examinó y dijo secamente:
-Oye, ¿allá en tu tierra saben jugar fútbol? Le hice la pregunta de buena fe, pues entonces nada se sabía en Lima de la existencia de club Cienciano que tanto brillaría años después. Ninguno de nosotros conocía el Cusco. Pensábamos que era una ciudad con casas del tiempo de los incas, y que toda la gente vestía ponchos, chullos, polleras, llicllas y monteras. En mi imaginación infantil, las cusqueñas se pasaban el día hilando con su huso mientras los varones tocaban quena, mientras marchaban trotando detrás de sus llamas delante de las enormes rocas de los muros de la fortaleza de Sacsayhuaman u Ollantaytambo, según habíamos visto en nuestros textos escolares y en cuadros que vendían en las ferias navideñas.
Pronto lo consiguió como empleada doméstica, y con su primer sueldo quiso enviar a sus abuelos una encomienda con anchovetas secas, unas latas de atún, bolsas de avena, quinua, kiwicha, azúcar y galletas de agua. No sabía cómo indicar la dirección de la casa de sus abuelos, pues quedaba al lado de la carretera. Felizmente en la empresa de transportes trabajaba un chofer que había conocido a sus padres, y él le prometió llevar la encomienda y al pasar por la chacra entregarla a sus abuelos. También le dijo que aprovechara para escribirles una carta que él recogería con la encomienda dentro de dos días.
Papá y mamá estuvieron mirando largo rato hasta que hallaron el queso que más les gustaba y comenzaron a discutir con la vendedora para lograr el menor precio. Yo los miraba y escuchaba con gran atención, para aprender a regatear. Pero, como siempre, a cada rato me distraía. ¡Y es que en las ferias hay tanto que ver! No sólo gran diversidad de cosas y comestibles, como ropa para mujeres y hombre, niños y niñas, zapatos, zapatillas, relojes, vajilla, ollas, adornos, cuadros, juguetes, linternas, herramientas, folletos, radios a pilas, conservas, cereales, menestras, dulces, galletas, frutas, verduras, hierbas medicinales y muchas cosas más. Un producto que siempre llamaba mi atención, no sé por qué, era la gran variedad de papas. Las había de pulpa amarilla, casi blanca y “de color”… papas de piel beige, parda, negra, achocolatada, y hasta con una mancha rojiza, a la que llamaban “peruanita” por recordar a nuestra bandera… papas grandes, enormes, medianas, pequeñas y chiquitas… papas redondeadas, alargadas, achatadas, retorcidas… papas lisas y otras con protuberancias por la hondura de sus “ojos”… Eran decenas de variedades, cada una con su nombre.
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