Sindbad el Marino

cuenta su primer viaje

Sabed todos vosotros, ¡oh señores ilustrísimos! que mi padre era un mercader de rango en Bagdag. Había en su casa numerosas riquezas, de las que disponía sin cesar para distribuir a los pobres dádivas con largueza pero con prudencia, y a su muerte me dejó muchas tierras y otros bienes, siendo yo aún muy pequeño.

Cuando llegué a la adultez, tomé posesión de todo aquello y me dediqué a comer manjares extraordinarios y a beber bebidas extraordinarias alternando con gente joven, y presumiendo de trajes muy caros, y cultivando el trato de amigos y camaradas. Yo estaba convencido de que aquello había de durar siempre para mayor ventaja mía. Continué viviendo mucho tiempo así, hasta que un día, curado de mis errores y vuelto a mi razón, me di cuenta de que mis riquezas se habían esfumado, mi condición había cambiado y mis bienes habían huido. Entonces desperté completamente de mi inacción, sintiéndome poseído por el temor y el espanto de llegar a la vejez sin tener qué ponerme, También me vinieron a la memoria las palabras de nuestro Señor Solimán ben-Daud que mi padre (¡para ambos la plegaria y la paz!) se complacía en repetir: Hay tres cosas preferibles a otras tres: el día en que se muere es menos penoso que el día en que se nace, un perro vivo vale más que un león muerto, y la tumba es mejor que la pobreza.

Tan pronto como me asaltaron estos pensamientos, me levanté, reuní lo que me restaba de muebles y vestidos, y sin pérdida de momento lo vendí en almoneda pública, junto con los residuos de mis bienes, propiedades y tierras. De ese modo me hice con la suma de tres mil dracmas, y en seguida se me antojó viajar por las diversas comarcas y países, porque me acordé de las palabras del poeta que ha dicho:

¡Las penas hacen más hermosa

aún la gloria que se adquiere!

¡La gloria humana es hija inmortal

de mil noches pasadas sin dormir!

¡Quien desea encontrar el tesoro

sin igual de las perlas del mar,

blancas, negras, grises o rosadas,

debe hacerse buzo para hallarlas!

¡A muerte fea pronto llegará

en su tonta esperanza vana

quien ingenuamente quisiera

sin esfuerzo alcanzar la gloria!

 Así, pues, sin tardanza, corrí al zoco o feria, donde tuve cuidado de comprar mercancías diversas y pacotillas de toda clase. Inmediatamente llevé todo a bordo de un navío, donde se hallaban ya dispuestos a partir otros mercaderes, y con el alma deseosa de marinas andanzas, vi cómo se alejaba de Bagdad el navío y descendía por el río hasta Basora.

Saliendo de Basora, el navío dirigió la proa hacia alta mar, y entonces navegamos durante días y noches, deteniéndonos en muchas islas, y entrando en un mar tras otro mar, y llegando a una tierra después de otra! Y en cada sitio donde desembarcábamos, vendíamos unas mercancías para comprar otras, y hacíamos trueques y cambios muy ventajosos.

Una vez en que navegábamos sin ver tierra desde hacía varios días, vimos surgir del mar una isla que por su vegetación nos pareció un jardín maravilloso del Edén. Al advertirla, el capitán del navío quiso tomar allí tierra, dejándonos desembarcar una vez que anclamos.

Descendimos todos los comerciantes llevando víveres y utensilios de cocina. Se encargaron algunos de encender fuego, preparar la comida y lavar la ropa, mientras otros se contentaron con pasearse, divertirse y descansar de las fatigas marítimas. Yo fui de los que prefirieron pasearse y gozar de las bellezas de la vegetación que cubría aquellas costas, sin olvidarme de comer y beber.

Mientras de tal manera reposábamos, sentimos de repente que temblaba la isla toda con tan ruda sacudida que fuimos despedidos a algunos pies de altura sobre el suelo. Y en aquel momento vimos aparecer en la proa del navío al capitán, que nos gritaba con una voz terrible Y gestos alarmantes: "¡Sálvense pronto, pasajeros! ¡Subid en seguida a bordo! ¡Dejadlo todo! ¡Dejad en tierra vuestros efectos y salvad vuestras vidas! ¡Huid del abismo que os espera! ¡Porque la isla donde os encontráis no es una isla, sino una ballena gigantesca que eligió en medio de este mar su domicilio desde antiguos tiempos, y merced a la arena marina crecieron árboles en su lomo! ¡La despertasteis ahora de su sueño, turbasteis su reposo, excitasteis sus sensaciones al encender una fogata sobre su lomo, y ahora se despereza! ¡Subid a bordo, o si no os sumergirá en el mar, que os tragará sin remedio! ¡Salvaos! ¡Dejadlo todo, que voy a partir!"

Al oír estas palabras del capitán, los pasajeros, aterrados, dejaron todos sus efectos, vestidos, utensilios y hornillas, y echaran a correr hacia el navío, que a la sazón levaba el ancla. Pudieron alcanzarlo a tiempo algunos; otros no pudieron. Porque la ballena se había ya puesto en movimiento, Y tras unos cuantos saltos espantosos, se sumergía en el mar con cuantos tenía encima del lomo, y las olas, que chocaban y se entrechocaban se cerraran para siempre sobre ella y sobre ellos.

¡Yo fui uno de los que se quedaron abandonados encima de la ballena y habían de ahogarse!

Pero Alá el Altísimo veló por mí y me libró de ahogarme, poniéndome al alcance de la mano una especie de cubeta grande de madera, llevada allí por los pasajeros para lavar su ropa. Me aferré primero a aquel objeto, y luego pude ponerme a horcajadas sobre él, gracias a los esfuerzos extraordinarias de que me hacían capaz el peligro y el cariño que tenía yo a mi alma, que me era preciosísima. Entonces me puse a batir al agua con mis pies a manera de remos, mientras las olas jugueteaban conmigo haciéndame zozobrar a derecha e izquierda.

En cuanta al capitán, se dio prisa a alejarse a toda vela con los que se pudieron salvar, sin ocuparse de los que sabrenadaban todavía. No tardaron en perecer éstos, mientras yo ponía a contribución todas mis fuerzas para servirme de mis pies a fin de alcanzar al navío, al cual hube de seguir con los ojos hasta que desapareció de mi vista, y la noche cayó sobre el mar, dándome la certeza de mi perdición y mi abandono.

Durante una noche y un día enteros el viento y las corrientes me arrastraron hasta conducirme a las orillas de una isla con acantilados cubiertos de plantas trepadoras que descendían desde lo alto y se hundían en el mar. Me así a estos ramajes, y ayudándome con pies y manos conseguí trepar hasta lo alto del acantilado.

Tras escapar de tal modo de una perdición segura, pensé entonces en examinar mi cuerpo, y vi que estaba lleno de contusiones y tenía los pies hinchados y con huellas de mordeduras de peces, que se habían hartado a costa de mis extremidades. Sin embargo, no sentía dolor ninguno de tan insensibilizado como estaba por la fatiga y el peligro que corrí. Me eché bocabajo, como un cadáver, y me desmayé, sumergido en un aniquilamiento total.

Permanecí dos días en aquel estado, y me desperté cuando caía sobre mí a plomo el sol. Quise levantarme; pero mis pies hinchados y doloridos se negaron a socorrerme, y volvía a caer en tierra. Muy apesadumbrado entonces por el estado en que me hallaba, me arrastré a gatas unas veces y de rodillas otras, buscando algo para comer. Llegué, por fin, a una llanura cubierta de árboles frutales y regada por manantiales de agua pura y excelente. Y allí reposé durante varios días, comiendo frutas y bebiendo en las fuentes. Así que no tardó mi alma en revivir, reanimándose mi cuerpo entorpecido, que logró ya moverse con facilidad y recobrar el uso de mis piernas, aunque no del todo, porque para poder andar tuve que confeccionarme un par de muletas.

De esa manera pude pasearme lentamente entre los árboles, comiendo frutas, y pasaba largos ratos admirando aquel lugar, extasiado ante la obra del Todopoderoso.

Un día que me paseaba por la playa, vi a lo lejos una cosa que me pareció un animal salvaje o algún monstruo del mar. Tanto me intrigó aquella cosa, que, a pesar de los sentimientos diversos que en mí se agitaban, me acerqué a ella, ora avanzando, ora retrocediendo. Y acabé por ver que era una yegua maravillosa atada a un poste. Tan bella era, que intenté aproximarme más, para verla todo lo cerca posible, cuando de pronto me aterró un grito espantoso, dejándome clavado en el suelo, por más que mi deseo fuera huir cuanto antes; y en el mismo instante surgió de debajo de la tierra un hombre que avanzó a grandes pasos hacia donde yo estaba, y exclamó: "¿Quién eres? ¿Y de dónde vienes? ¿Y qué motivo te impulsó a aventurarte hasta aquí?"

Yo contesté: "¡Oh señor! Sabed que soy un extranjero que iba abordo de un navío y naufragué con otros varios pasajeros. ¡Pero Alá me facilitó una cubeta de madera a la que me así y que me sostuvo hasta que fui despedido a esta costa por las olas!"

Cuando oyó mis palabras, me cogió de la mano y me dijo: "¡Sígueme!" Y le seguí. Entonces me hizo bajar a una caverna subterránea y me obligó a entrar en un salón, en cuyo sitio de honor me invitó a sentarme, y me llevó algo de comer, porque yo tenía hambre. Comí hasta hartarme y apaciguar mi ánimo. Entonces me interrogó acerca de mi aventura y se la conté desde el principio al fin; y se asombró prodigiosamente. Luego añadí: "¡Por Alá sobre ti, ¡oh dueño mío! no te enfades demasiado por lo que voy a preguntarte! ¡Acabo de contarte la verdad de mi aventura, y ahora anhelaría saber el motivo de tu estancia en esta sala subterránea y la causa por qué atas sola a esa yegua en la orilla del mar!"

El me dijo: "Has de saber que somos varios quienes estamos en esta isla, situados en diferentes lugares, para guardar los caballos del rey Mihraján. Todos los meses, al salir la luna nueva, cada uno de nosotros trae aquí una yegua de pura raza, virgen todavía, la ata en la playa y en seguida se oculta en la gruta subterránea. Atraído entonces por el olor a hembra, sale del agua un caballo marino, que mira a derecha y a izquierda, y al no ver a nadie salta sobre la yegua y la cubre. Luego, cuando ha acabado su acto con ella, desciende de sus ancas e intenta llevarla consigo. Pero ella no puede seguirle, porque está atada al poste; entonces relincha muy fuerte él y le da cabezazos y coces, y relincha cada vez más fuerte. Le oímos nosotros y comprendemos que ha acabado de cubrirla; inmediatamente salimos por todos lados, y corremos hacia él lanzando grandes gritos, que le asustan y le obligan a entrar en el mar de nuevo. En cuanto a la yegua, ella queda preñada y pare un potro o una yegua que vale todo un tesoro, y que no puede tener igual en toda la faz de la tierra. Y precisamente hoy ha de venir el caballo marino. Y te prometo que, una vez terminada la cosa, te llevaré conmigo para presentarte a nuestro rey Mihraján y hacerte conocer nuestro país. ¡Bendice, pues, a Alá, que te hizo encontrarme, porque sin mí te morirías de tristeza en esta soledad, sin volver a ver nunca a los tuyos ni a tu país y sin que nadie supiese nunca de ti!"

Al oír tales palabras, di muchas gracias al guardián de la yegua, y continué conversando con él, en tanto que el caballo marino salía del agua, saltaba sobre la yegua y la cubría. Y cuando hubo terminado lo que tenía que terminar, descendió de ella y quiso llevársela; mas ella no podía desatarse del poste, y se encabritaba y relinchaba. Pero el guardián de la yegua se precipitó fuera de la caverna, llamó con grandes voces a sus compañeros, y provistos todos de hachas, lanzas y escudos, se abalanzaron hacia el caballo marino, que lleno de terror soltó su presa, y como un búfalo fue a tirarse al mar y desapareció bajo las aguas.

Entonces todos los guardianes, cada uno con su yegua, se agruparon a mi alrededor y me prodigaron mil amabilidades, y después de proporcionarme aun más comida y de comer conmigo, me ofrecieron una buena montura, y en vista de la invitación que me hizo el primer guardián, me propusieron que les acompañara a ver al rey su señor. Acepté desde luego, y partimos todos juntos.

Cuando llegamos a la ciudad, se adelantaron mis compañeros para poner a su señor al corriente de lo que me había acaecido. Después de lo cual volvieron a buscarme y me llevaron al palacio; y en uso del permiso que se me concedió, entré en la sala del trono y fui a ponerme en manos del rey Mihraján, al cual le deseé la paz.

Correspondiendo a mis deseos de paz, el rey me dio la bienvenida, y quiso oír de mi boca el relato de mi aventura. Obedecí en seguida, y le conté cuanto me había sucedido, sin omitir un detalle.

Al escuchar semejante historia, el rey Milhraján se maravilló y me dijo: "¡Por Alá, hijo mío, que si tu suerte no fuera tener una vida larga, sin duda a estas horas habrías sucumbido a tantas pruebas y sinsabores! ¡Pero da gracias a Alá por tu liberación!" Todavía me prodigó muchas más frases benévolas, quiso admitirme en su intimidad para lo sucesivo y a fin de darme un testimonio de sus buenos propósitos con respecto a mí, y de lo mucho que estimaba mis conocimientos marítimos, me nombró desde entonces director de las puertos y radas de su isla, e interventor de las llegadas y salidas de todos los navíos.

No me impidieron mis nuevas funciones acudir a palacio todos los días para saludar al rey, quien de tal modo se habituó a mí que me prefirió a todos sus íntimos, probándomelo diariamente con grandes obsequios. Con lo cual tuve tanta influencia sobre él, que todas las peticiones y todos las asuntos del reino eran intervenidos por mí para el bien general de los habitantes.

Pero estos cuidados no me hacían olvidar mi país ni perder la esperanza de volver a él. Así que jamás dejaba yo de interrogar a cuantos viajeros y a cuantos marinos llegaban a la isla, diciéndoles si conocían Bagdad, y hacia qué lado estaba situada. Pero ninguno podía responderme, y todos me aseguraban que jamás oyeron hablar de tal ciudad, ni tenían noticia del paraje en que se encontrase. Y aumentaba mi pena paulatinamente al verme condenado a vivir en tierra extranjera, y llegaba a sus límites mi perplejidad ante estas gentes que, no sólo ignoraban en absoluto el camino que conducía a mi ciudad, sino que ni siquiera sabían de su existencia.

Durante mi estancia en aquella isla, tuve ocasión de ver cosas asombrosas, y he aquí algunas de ellas entre mil.

Un día que fui a visitar al rey Mihraján, como era mi costumbre trabé conocimiento con unos personajes hindúes, que, tras mutuas zalemas, se prestaron gustosos a satisfacer mi curiosidad, y me enseñaron que en la India hay gran número de castas, entre las cuales son las dos principales la de los chatrias, compuesta de hombres nobles y justos que nunca cometen exacciones o actos reprensibles, y la casta de los brahmanes, hombres puros que jamás beben vino y son amigos de la alegría, de la dulzura en los modales, de los caballos, del lujo y de la belleza. Aquellos sabios hindúes me enseñaron también que las castas principales se dividen en otras setenta y dos castas que no tienen entre sí relación ninguna, que no se tratan ni se hablan. Lo cual me asombró hasta el límite del asombro.

En aquella isla tuve asimismo ocasión de visitar una región llamaba Cabil. Todas las noches se oían en ella resonar timbales, flautas y tambores. Sus habitantes eran gente muy culta, instruida y muy fuertes en argumentar y razonar con silogismos, además de ser fértiles en ideas y hermosos pensamientos. Por eso eran muy reputados entre viajeros y mercaderes.

En aquellos mares lejanos vi cierto día un pez de cien codos de largo, y otros peces cuyo rostro se parecía al de los búhos.

En verdad, ¡amigos míos! vi cosas aun más extraordinarias y me sucedieron cosas prodigiosas, cuyo relato me apartaría demasiado de la historia sintetizada de mi viaje. Me limitaré a añadir que viví todavía en aquella isla el tiempo necesario para aprender muchísimas cosas, y para enriquecerme con diversos cambios, ventas y compras.

Un día, según mi costumbre, estaba yo de pie a la orilla del mar en el ejercicio de mis funciones, cuando vi entrar en la rada un navío enorme lleno de mercaderes. Esperé a que el navío estuviese anclado sólidamente y soltado su escala, para subir a bordo y buscar al capitán para inscribir su cargamento. Los marineros iban desembarcando todas las mercancías, que al propio tiempo yo anotaba, y cuando terminaron su trabajo pregunté al capitán: "¿Queda aún alguna cosa en tu navío?" Me contestó: "Aun quedan, ¡oh mi señor! algunas mercancías en el fondo del navío; pero están en depósito únicamente, porque se ahogó hace mucho tiempo su propietario, que viajaba con nosotros. ¡Y quisiéramos vender esas mercancías para entregar su importe a los parientes del difunto de Bagdad, morada de paz!"

Emocionado entonces hasta el último límite de la emoción, exclamé:

"¿Y cómo se llamaba ese mercader, capitán?" Me contestó: "¡Sindbad el Marino!"

A estas palabras miré con más detenimiento al capitán, y reconocí en él al dueño del navío que se vio precisado a abandonarnos encima de la ballena. Y grité con toda mi voz: "¡Yo soy Sindbad el Marino!"

Luego añadí: "Cuando se puso en movimiento la ballena a causa del fuego que encendieron en su lomo, yo fui de los que no pudieron ganar tu navío y cayeron al agua. Pero me salvé gracias a la cubeta de madera que habían transportado los mercaderes para lavar allí su ropa. Efectivamente, me puse a horcajadas sobre aquella cubeta y agité los pies a manera de remos. ¡Y sucedió lo que sucedió con la venia del Ordenador!"

Y conté al capitán cómo pude salvarme y a través de cuántas vicisitudes había llegado a ejercer las altas funciones de escriba marítimo al lado del rey Mihraján.

Al escucharme el capitán, exclamó: "¡No hay recursos y poder más que en Alá, el Altísimo, el Omnipotente! ¡Ya no queda conciencia ni honradez en ninguna criatura de este mundo! ¿Cómo te atreves a afirmar que eres Sindbad el Marino, ¡oh escriba astuto! cuanto todos nosotros lo vimos con nuestros propios ojos ahogarse con los demás mercaderes? ¡Vergüenza debería darte por mentir con tanta impudicia!"

Entonces le contesté: "¡Cierto ¡oh capitán! que la mentira es la renta de los bellacos! ¡Pero escúchame, porque voy a probarte que soy Sindbad el ahogado!" Y conté al capitán diversos incidentes que sólo conocíamos él y yo, y que sobrevinieron durante aquella maldita travesía. El capitán entonces no dudó ya de mi identidad y llamó a los que iban en el barco, y todos me felicitaron por mi salvamento, y me dijeron, "¡Por Alá, no podemos creer que lograras librarte de perecer ahogado! ¡Alá te concedió una segunda vida!"

Tras de lo cual se apresuró el capitán a devolverme mis mercancías, que yo hice transportar al zoco en el momento, después de asegurarme de que no faltaba nada y de que todavía aparecían en los fardos mi nombre y mi sello.

Una vez en el zoco, abrí mis fardos y vendí mis mercancías con un beneficio de ciento por una; pero tuve cuidado de reservarme algunas objetos de valor, que me apresuré a ofrecer como obsequio al rey Mihraján.

Le relaté la llegada del capitán del navío, y el rey se asombró en extremo de este acontecimiento inesperado, y como me quería mucho no quiso ser menos amable que yo, y a su vez me hizo regalos inestimables que contribuyeron no poco a enriquecerme completamente. Porque yo me di prisa a vender todo aquello, realizando así una fortuna considerable que transporté a bordo del mismo navío donde había emprendido antes mi viaje.

Efectuado esto, fui a palacio para despedirme del rey Mihraján y a darle gracias por todas sus generosidades y protección. Me despidió con frases muy conmovedoras, y no me dejó partir sin haberme ofrecido aun más presentes suntuosos y objetos de valor que ya no me decidí a vender y que, por cierto, estáis viendo ahora en esta sala, ¡oh mis honorables invitados! Tuve igualmente cuidado de llevar conmigo por todo equipaje los perfumes que estáis aspirando aquí, madera de áloe, alcanfor, incienso y sándalo, productos de aquella isla lejana.

Subí en seguida a bordo, y a poco se dio a la vela el navío con la autorización de Alá. Porque nos favoreció la Fortuna y nos ayudó el Destino, en aquella travesía, que duró muchos días y noches, y por último, una mañana llegamos con salud a la vista de Basora, donde no nos detuvimos más que muy escaso tiempo para ascender por el río y entrar al fin, con el alma regocijada, en la ciudad de paz, Bagdad, mi tierra querida.

Cargado de riquezas y con la mano pronta para las dádivas, llegué así a mi calle, y entré en mi casa, donde volví a ver con buena salud a mi familia y a mis amigos.

Con esta nueva vida olvidé las vicisitudes pasadas, las penas y los peligros sufridos, la tristeza del destierro, los sinsabores y fatigas del viaje. Tuve amigos numerosos, y durante largo tiempo viví una vida llena de agrado y alegrías y exenta de preocupaciones y molestias, disfrutando con toda mi alma de cuanto me gustaba y comiendo manjares admirables y bebiendo bebidas preciosas.

¡Tal es la historia del primero de mis viajes! Pero mañana, si Alá quiere, os contaré, ¡oh invitados míos! el segundo de los siete viajes que emprendí, y que es bastante más extraordinario que el primero."

(De Las mil y una noches)

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