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TRABAJO DE UN NIÑO EN LA OROYA

Muy temprano tomamos desayuno: una taza de agua de toronjil y un puñado de cancha. Después, metí en mis bolsillos unas cuantas papas sancochadas y otro puñado de cancha y avancé hacia la puerta, llevando el costal que me serviría de abrigo en caso de lluvia.

--No lleves tu fiambre en tu bolsillo; cuando trabajas lo vas a machucar todo,. Mejor amárralo en este mantelito.

--Gracias, don Pedro--, le dije, coloqué mi fiambre sobre el mantel y até sus cuatro puntas.

Salimos. La mañana era fría y el cielo límpido. De los techos de calamina colgaban largas y transparentes escarchas y una delgada capa de hielo cubría la acequia y la ruma de durmientes que había a un extremo de la calle del campamento. Las puertas se abrían dando paso a los mineros que, hundiendo sus toscos zapatos en el fango, se dirigían a engrosar la larga columna de obreros que iban a sepultarse en las minas durante el día. Otra fila más pequeña de mujeres y niños trepaba lentamente hacia arriba, hacia las canchas. Era la columna de los pallaqueros. Esa ruta tomé yo, después de despedirme de don Pedro. Caminé apresuradamente hasta alcanzarla y luego, detrás de la silenciosa caravana, subí hasta el lugar de trabajo. Cuando sonó el pito de las siete, comenzamos la tarea.

Me puse en cuclillas, y comencé a escoger los metales. En esa posición trabajé una hora más o menos, pero no pude resistir más tiempo. Entonces me arrodillé como los demás, y seguí trabajando. Pero de rato en rato tenía que levantarme obligado por un agudo dolor que sentía en la cintura. Así continué hasta mediodía, hora en que, recostado junto a una delgada acequia, comí el fiambre que había llevado.

Por la tarde la nieve comenzó a caer y posarse con suavidad de plumas sobre mi aterido cuerpo. Todos los pallaqueros nos habíamos cubierto con mantas que sacudíamos a cada instante para evitar que la nieve se acumulara. Los dedos de las manos se me habían puesto rojos por el continuo roce con los trozos de metal llenos de aristas, y parecía que iban a reventar en sangre. Con terror me di cuenta que los dedos se me agarrotaban y no podía seguir trabajando. En ese momento me acordé de las palabras de don Pedro: No vas a poder ni limpiar tu moco, me había dicho el día anterior, y era cierto. La nariz me destilaba abundantemente y apenas podía limpiármela con el dorso de la mano. Tal era el terrible frío en aquel lugar.

Por temor al capataz hice esfuerzos desesperados para seguir trabajando, pero resultó inútil. Entonces me incorporé lentamente con el rostro bañado por la nieve, que al derretirse bajaba en finísimos hilos hasta la comisura de mis labios. Al ponerme de pie, el costal que cubría mi espalda se deslizó hasta caer sobre el piso enlodado de la cancha. Miré alrededor y vi a los demás pallaqueros trabajando apuradamente, sin levantar la cabeza. Parecía que trabajaban con un extraño furor que los hacía insensibles al frío, a la nieve y al viento.

--Trabaja, flaco, carajo, trabaja --me gritó el capataz que, forrado en un largo impermeable, se paseaba sobre los durmientes de la angosta ferrovía.

Hice un nuevo intento para seguir trabajando, pero no pude.

--Oye mujercita, carajo, anda, vete a cocinar. Éste es trabajo pa' hombres, conque... lárgate de una vez --me volvió a gritar iracundo.

Con gran esfuerzo logré doblar los dedos para recoger el costal que me había servido de abrigo, y abandoné la cancha. Los demás pallaqueros me miraron brevemente a través del velo de nieve que nos separaba, y continuaron trabajando desesperadamente.

Con el costal empapado sobre la espalda bajé por el estrecho sendero rumbo a la ranchería. A cada paso que daba mis pies producían un ruido como de chapoteo, a causa del agua que me había entrado a los zapatos por los muchos huecos que ya tenían. Me sentía el ser más desdichado.

¿Para qué saldría de mi pueblo estando bien allá? ¿Por qué no me quedé en Oroya? Esos eran mis pensamientos mientras bajaba. Tenía vergüenza de llegar a la casa de don Pedro. ¿Qué le diría? No, mejor es que me vaya a la estación a buscar a don Julio para que me vuelva a llevar a Oroya --pensaba. Allá, donde Pedro y Nico, podía seguir trabajando. Pero antes decidí devolver el costal a don Pedro y despedirme. Me encaminé, pues, resueltamente a la ranchería.

JULIÁN HUANAY

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