CANGREJOS DE CHANCAY, CHANCAÍLLO Y CHACRAMAR

A los cangrejos les gusta semienterrarse en la arena, cerca de la orilla, donde el fondo está a un metro o metro y medio. Para buscarlos, me zambullía y con las manos exploraba el fondo. Parece poca hondura, pero no lo es cuando uno tiene diez años, pues la ola que llega puede subir el nivel a dos metros. Por eso íbamos en grupo. Solos, jamás.

Otra forma de buscar cangrejos es avanzar hundiendo en la arena los talones con un giro de vaivén, rogando no tropezar con una raya, cuyo agudo aguijón causa dolorosísima herida. Si todo va bien y uno pisa lo que parece ser una piedra enterrada del tamaño de un puño, afloja el pie un poquito: si la "piedra" se mueve, uno se agacha dentro del agua sin quitar el pie, desliza la mano bajo el talón y coge por la caparazón su primer crustáceo, y uno salta y grita feliz mostrándolo en alto. Los otros mariscadores, desde lejos ven el cangrejo y se acercan corriendo, pues donde hay uno hay cientos.

Con mis primos y amigos nos volvimos expertos, buscándolos en la mansa playa de Chancay, a 65 kilómetros al norte de Lima, y en las vecinas de Chancaíllo y Chacramar. Éstas dos playas son abiertas y bravas, así que ahí los buscábamos sólo en la orilla. En ellas, cuando tienes el agua a la cintura, la corriente te jala con más fuerza que un río.

Entre dos o tres muchachos juntábamos más de cien en una hora, tras devolver al agua las hembras con huevecillos. Así incorporamos los cangrejos a nuestro menú diario. Sacábamos tantos que, un par de veces, a fin de comprarnos una pelota nueva y unas damas chinas, nos fuimos a venderlos al puerto. “¡Cangrejos, cangrejos!” gritábamos medio avergonzados con las canastas que nos ayudaban a cargar Pancho y Bertila, chancayanos menores que nosotros a quienes habíamos conocido en la playa. Nos sorprendió y alegró ver que muchas mujeres se asomaran y nos los compraran sin regatear. Una de ellas comentó:

- “¡Cangrejos!... años que no los veía... desde cuando abrieron las fábricas de conservas... Una lástima... Ya nadie los saca... ¡Tan ricos que son!”.

Esas palabras nos hicieron pensar que podíamos ganar bastante dinero si todos los días sacábamos cangrejos y los vendíamos por las calles. Lo discutimos entre nosotros, casi en secreto, y acordamos dedicarnos a tan buen negocio. Pero se opusieron nuestros padres diciéndonos que los niños no debían trabajar, y menos si eran veraneantes.

Los niños veraneantes seguimos sacándolos, pero ya sólo para nuestra olla. Y para regalarlos, especialmente a la mamá de Pancho y Bertila, pues éstos, por tener aún ocho y nueve años, no tenían permiso para mariscar. Pasaban un mal tiempo, pues el papá no conseguía trabajo a causa de haber quedado inválido al accidentarse en una de las fábricas.

Su mamá nos enseñó que los cangrejos se lavan mejor con una escobilla y luego cómo se abren y limpian para preparlos en chilcano, sopa o parihuela, para que cada uno descuartice los que le tocan. Que hirviendo tres o cuatro docenas de cangrejos limpios y chancados, otras tantas docenas de choros y algunos peces llamados borrachos y tramboyos se logra una sopa brava que hace soñar. Y que la pulpa blanca de los brazos y la roja y cerosa del fondo de la caparazón de los cangrejos grandes, mezclada con papa amarilla y camote morado, quitan el hambre y el frío en las noches de pesca.

Pancho nos enseñó a limpiar en la playa los cangrejos más grandes y a comerlos asados en una fogata hecha con las ramas y palos que arroja el mar. Para los mayores, eso era una barbaridad. A los chicos nos parecía una maravilla.

Fue ése nuestro último verano en Chancay, pues la vida nos llevó a otras playas. Pero hace algunos años pasé por ahí con mi familia y entramos a almorzar en un restaurante típico. Se llamaba “El cangrejo rojo N° 2” y su letrero mostraba un enorme crustáceo entre rayas, algas, lenguados, tramboyos, borrachos y otros peces.

Nos sirvieron sopa brava adornada con un enorme y rojo cangrejo y luego un sudado de tramboyo. Mi esposa y las criaturas reconocieron que yo no había exagerado al hablarles de esos platos. Pedimos la cuenta, y se acercaron los dueños, una mujer y un hombre casi de mi edad.

Para usted nada, profesor... Cortesía de la casa! -me dijeron sonriendo. Y como yo los mirase desconcertado, agregaron con amplia sonrisa y tono misterioso: “Son cangrejos de Chancay, Chancaíllo y Chacramar... ¿No los reconociste?

Eran Pancho y Bertila, a quienes no veía desde mi niñez. Después de abrazarnos, recordamos nuestros tiempos de playeros. Así supe que el verano que dejamos de ir ellos tuvieron que hacer realidad aquel famoso sueño empresarial infantil. Me contaron que su mamá estaba atendiendo el local N° 1, en Chancaíllo. Y al despedirnos, nos entregaron una tarjeta invitándonos a la inauguración de El cangrejo rojo N° 3 en la zona de Chacramar.

Elmo Ledesma Zamora

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Elmo LEDESMA ZAMORA