EL PÁJARO KÚNKUPI Y LA SACHAVACA
Antiguamente, el pájaro Kúnkupi no sabía cantar. En cuantas ocasiones intentaba cantar, sólo lograba emitir unos estridentes silbidos muy desagradables. Sentado sobre la rama alta de un árbol frondoso se pasaba el día silbando, mientras los demás pajarillos a su alrededor cantaban alegres canciones. Esta situación le tenía muy triste.
Se preguntaba apenado:
--¿Por qué será así? ¿Por qué yo no puedo cantar como mis compañeros?
Estas cosas curiosas que pasaron al principio de los tiempos nos las relataban nuestros abuelos. Los abuelos son gente anciana que ya no goza de la vitalidad de los jóvenes. Ya no pueden salir a cazar tigres y pumas por las noches porque pronto se cansan y les comienza a molestar el reumatismo. Sin embargo, los viejos saben muchas cosas que nosotros, los niños indígenas, desconocemos. Por eso nos encanta sentarnos sobre nuestros talones o en cuclillas los días de lluvia, junto al fuego de la cocina, para escuchar en silencio las enseñanzas de nuestros viejos.
Dicen que antiguamente el pájaro Kúnkupi no sabía alegrar el ambiente con sus trinos, como hacen todos los pajarillos y aves de la selva amazónica. Eso era algo que nos llamaba la atención. Pero más nos extrañaba escuchar que, por el contrario, el tapir, en aquellos remotos tiempos sabía cantar hermosas canciones con melodiosa voz.
El tapir o danta, que en la selva es más conocido con el nombre de sachavaca, tiene un cuerpo muy voluminoso, una pequeña trompa. Nada muy bien en los grandes ríos amazónicos, adonde acude todas las noches a beber agua y bañarse. Pues bien, la sachavaca antes cantaba tan bien que era la envidia de los animales que sólo sabían rugir, mugir, chillar, gritar... todo, menos cantar.
Un día la sachavaca y el pájaro Kúnkupi se encontraron. El tapir saludó primero:
--¡Hola, cuñado, cómo estás! Disculpa mi atrevimiento, pero me da la sensación de que estás triste. ¿Es cierto?
--Sí, estoy muy acongojado, porque me doy cuenta de que soy un pájaro raro.
--¿Por qué dices eso, cuñado? ¿Qué te sucede?
El pájaro Kúnkupi, con cierto complejo de inferioridad, le explicó a su amigo:
--¿Sabes? Es que no sé cantar. Quiero aprender, pero hasta la fecha sólo he logrado emitir algunos silbidos y, para colmo de males, muy chillones y desafinados. Tú que cantas con esa voz tan agradable y armoniosa, ¿no podrías enseñarme?
--Está bien, yo te enseñaré. ¡Sígueme!
Kúnkupi le siguió. Estaba decidido a aprender a trinar para que los demás pájaros de la selva no se burlasen de él. A partir de aquel momento el tapir y el Kúnkupi se hicieron muy buenos amigos.
Durante mucho tiempo, con paciencia, el tapir trató de enseñar a cantar a su amigo. Pero todo era en vano.
Sólo silbaba y silbaba... Un día, Kúnkupi le rogó al tapir:
--Tú siendo tan grandote tienes una voz muy delicada y débil que casi no se escucha; en cambio yo, que soy tan pequeñito, tengo un vozarrón grave y fuerte que resuena por todo el bosque. ¿Por qué no cambiamos nuestras voces?
El tapir pensó un rato y recordó que a veces se sentía un poco deprimido al comprobar que su voz suave y dulce no tenía relación con su tremendo cuerpo. Entonces le contestó:
--¡Está bien, acepto! ¡Cambiemos nuestras voces! Así no se reirán de mí los demás animales...
Ambos, de inmediato, se sacaron sus respectivas laringes, y las intercambiaron.
El pájaro Kúnkupi ensayó su canto. Un trino maravilloso salió de su garganta. Cantaba lindas canciones. Estaba radiante de felicidad.
El tapir, por el contrario, intentó cantar como antes pero sólo logró silbar así:
--¡Ssssssssssss! ¡Ssssssssss! ¡Ssssssssss!
Eran unos silbidos estridentes, que se escuchaban desde muy lejos. Kúnkupi, mientras se alejaba volando, le decía:
--Adiós, cuñado, me llevo tu canto. Me gusta. Me has hecho muy feliz. Ya puedo competir con el resto de las aves y pajarillos de la selva. Alegraré con mis trinos a los habitantes de esta región y a los viajeros que vengan a conocerla. ¡Adiós, sachavaca, adiós!
Por eso, desde que sucedió aquel trueque, el pájaro Kúnkupi canta melodiosas canciones sentado en las ramas más altas de los árboles. Son canciones alegres que nos anuncian agradables noticias y que algo bueno va a suceder en ese día.
Del mismo modo, desde aquel día, la sachavaca silba de forma estridente y chillona. Por eso, los aguarunas, cuando salimos a cazar, imitamos su voz silbando fuerte agarrándonos los labios con los dedos.
Pero los aguarunas no matamos al tapir, a no ser que padezcamos mucha hambre. ¿Por qué? Porque existe la creencia de que a quien come su carne le brotan manchas negras en toda la piel.
LEYENDA DEL PUEBLO AGUARUNA
(Recopilador: José L. Jordana)
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