EL PATIODE LA ESCUELA
Hay lugar para el regocijo
de los niños,
al patio triste ha descendido
el cielo.
Luis Valle Goycochea
1. El patio de tierra
Después de los meses de enero y febrero que en Santiago de Chuco son de invierno y caen lluvias torrenciales, el patio de tierra de nuestra escuela, cerrado por las vacaciones, se lo encuentra completamente distinto y cambiado, abrumadoramente mágico.
Porque en clases el patio es como la arena de una plaza de toros, seco, amarillo y arcilloso, desde donde cantamos bajo el sol de la mañana, desgastándonos y gritando a pulmón lleno, con los ojos brillantes, puestos en los aleros, en el borde de las tejas y en el cielo azulado.
Con el rostro enhiesto vemos como escapan correteándose las golondrinas o el colibrí permanece quieto en el aire vibrante. O como contornea alrededor del pino la libélula anunciadora de las visitas. Y de que vamos a recibir una carta lejana.
En ese patio jugamos a la rayuela, al rompe y raja de los trompos, al salta cordel, al ya te vi e inmóvil te quedas. O corremos a desquitarnos del pega-pega o tras los aviones de papel que se echan a volar a todo vértigo.
Ah, también temblamos de miedo delante del profesor que revisa la corrección de las prendas de vestir y la limpieza de manos, orejas y cuello; como el corte de pelo y las uñas casi parejas a las yemas.
¡Ah! también se pasa revisión al brillo y lustre de los zapatos que tienen que reflejar las nubes rezagadas de la alborada, bogando ilusas en el añil del cielo sereno.
2. La matrícula del nuevo año
Pero hay un momento del año, después de las lluvias y antes de iniciadas las lecciones escolares, en que este patio es incomparable, completamente otro, hasta el punto de estremecernos y casi ahogarnos en una sensación inédita y en una emoción profunda y asombrosa.
Y es cuando mi padre, el primer día de marzo, nos lleva de la mano a iniciar con él la matrícula del nuevo año.
De pie ante la puerta, da vueltas a las inmensas llaves de canuto mohosas por el abandono, que introduce en dos ranuras en forma de peras ahuecadas en el portón lavado por las lluvias torrenciales que han caído, y seguirán cayendo.
En el forcejeo chirrian los goznes dormidos y resuenan los clavos entumecidos. Pero aún así, no abre sus hojas que brillan en donde aún queda pintura y lucen descoloridas en donde los ramalazos de agua arrojados por las nubes han dejado al descubierto sus nervaduras pasmadas.
Apenas cede una hoja, desvencijada por los relámpagos, con retazos de pintura verde endurecida en las tablas, que dejan un resquicio por donde la claridad de adentro ciega los ojos y por donde introducimos hasta el dorso de la mano agitando los dedos hacia adentro.
Mi padre entonces llama a algún vecino quien viene con un pico y una pala, arrima el barro del umbral, empuja la puerta y nos golpea desde adentro, en lo que era antes un patio, un huerto insólito, reluciente y florido delante de la luz blanca de las paredes enjalbegadas.
3. Lo que la tierra esconde de madre y maestra
Mientras mi padre avanza y sube las gradas llenas de yerbas, arbustos y enredaderas de alverjas que han crecido de los granos que los niños hemos perdido por las rendijas de las piedras jugando al hoyito, a la pirámide o al tres en uno, nosotros permanecemos anonadados.
Las alverjas y chanitos que hicimos rodar y golpeamos ¡eran plantas y hasta árboles! con raíces, hojas y capullos, y hasta con gusanillos y larvas de mariposas, que reptan por sus tallos. De aquello no nos dimos cuenta, que no solo eran granos y bolitas minúsculas sino un follaje de trinos, aromas y flores. ¡Y vainas con frutos frescos y rozagantes!
Mi hermano y yo, después de estar un rato atolondrados, con los ojos desorbitados y en silencio, nos aventuramos paso a paso a entrar por ese jardín imprevisto.
Y nos introducimos como apartando agua, acariciando acelgas, dalias, hinojos; laureles, perejiles y hasta grandes zapallos primorosos cuyos tallos peludos enredan nuestros pies y caemos dejando la huella de nuestras manos pequeñas en la tierra humedecida, arenosa y blanca.
En algún reino innombrable deben estar guardadas esas huellas junto con aquel vergel escondido que nadie había cuidado en los dos meses y que solo el prodigio de la lluvia, el sol y lo que la tierra esconde de madre y maestra nos muestra ahora en todo su esplendor.
¿No es igual la vida que florece a escondidas, supuestamente a ciegas y en el aparente olvido?
4. La semilla se hace flor
El patio cerrado de nuestra escuela casi siempre eriazo y aplanado por las correrías de nuestros juegos había brotado con todo lo oculto, invisible y encantado que había en el suelo, aparentemente inerte, inmóvil y baldío.
Todos los colores de pétalos, todas las texturas y perfiles de estambres y pistilos, todas las formas y tersuras de cortezas; todas las sombras con sus evocaciones y olvidos estaban allí presentes y conmovedoramente tangibles y vivos.
Aleteaban las mariposas, reptaban los gusarapos, zumbaban los abejorros y las gotas de rocío, temblando, se esfumaban dando sus últimos suspiros ante nuestros ojos.
¿Igual habría acontecido en nuestros corazones?
Enero y febrero en Santiago de Chuco son meses desfallecientes, aparentemente exánimes y cautivos.
Pero como lo mostraba el patio de nuestra escuela ¡meses en que todo se origina, avanza y se transforma!
Meses en que una niña se hace mujer que se delata en el busto y arrogancia que ahora tiene, por los senos crecidos y por la mirada furtiva que antes era candorosa.
Meses en que un adolescente indeciso se hace varón pletórico y ufano.
Meses en que se hizo el milagro de lo que es pródigo. Meses en que se dilapida lo guardado para que la vida siga.
Meses en que la semilla se hizo brote, flor y fruto.
5. Buena piedra y adobe en el cimiento
Pronto aparece algún señor por la puerta, con los ojos buenos e inocentes, con el sombrero en la mano y en la otra cogido al hijo al que trae a matricular en un nuevo año de estudios.
Entra pidiendo permiso con el movimiento de la cabeza, saludando a todos y a nadies. Con una sonrisa tímida en la comisura de sus labios y endulzados los bordes de sus ojos.
Y como no encuentra quien le responda, sube entonces las gradas hasta el salón que tiene las puertas y ventanas abiertas.
Desde el corredor de arriba el niño que va con él nos descubre con asombro en la selva de tallos y de hojas. Y se asusta. ¿Le habremos parecido duendes de la floresta?
¿Está el maestro? dice el señor.
Mi padre aparece bajando del terrado del salón que muestra unas goteras que mojan las paredes y la bóveda por las lluvias que han de seguir cayendo, incluso esta tarde.
¿En que año se matricula el niño? pregunta.
En el mismo año, que es tercero de primaria.
¿Aplaza?
Tiene notas excelentes. Pero es bueno poner piedra fuerte y buen adobe en el cimiento. ¿No le parece?
Por supuesto.
6. Tal como es la vida
¡Es el Dogo!, dice mi hermano de repente, entre el zumbido de las abejas.
¡Sí, es así! respondo.
¡Oye, cuanto ha crecido!
¡Y como ha cambiado!
Y mientras los papás conversan él se nos va acercando de a pocos, hasta cruzar palabras.
¿En que año te matriculas?
Otra vez en tercero.
¿Y quienes pasaron a cuarto?
Pasa Javier, pero ya se fue con sus padres a Trujillo.
¡Ah!
Alipio ahora vive en Chimbote.
Los hermanos Iraya de Angasmarca se han ido a las minas.
¡Ah!
Perico ha muerto¦
¡Ah, la vida! ¡Como se disgrega, pierde y confunde! Â cómo había cambiado tanto en unos meses!
Algo o mucho había muerto. ¡Pero otro tanto había germinado y florecido!
¡Mira, tomatillos silvestres!
¡Mira, cómo hasta los muros están llenos de plantas, flores y abejorros!
Danilo Sánchez Lihón
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