LA LLEGADA DE DIAMELA

Formando parte de la fauna del puerto, numerosos perros se confunden entre las algas y aves marinas a lo largo de la playa de Pisco. Se les ve saliendo de los corrales de quincha, desbaratando el frágil encaje de las olas en la arena y sobre todo participando en el juego de los niños, como compañeros fieles e inseparables. Por las noches, se acuestan arrimándose a las destartaladas paredes de los corrales, hechas de caña y barro, y de cuando en cuando quiebran el rumor del mar con ladridos que muerden el viento y se pierden en la lejanía.

No tienen razas definidas. Sin embargo, algunos son muy inteligentes como "Diamela", aquella perrita serrana que anduvo por mis caminos de niño. Hoy, al cabo de tantos años, cuando vienen a mi memoria los días felices que compartí con ella, corriendo por la playa igual que los demás niños del puerto, y recuerdo también las bondadosas palabras de mi abuela. Entonces, creo, cada vez más, a medida que me voy poniendo viejo, que en verdad Diamela debe de estar aguardándome a orillas de un río inmenso que todos debemos cruzar algún día y que sólo pueden vadear los perros inteligentes y buenos.

Su suave pelaje ondulado tenía el color de la canela y sus almendrados ojos pardos, grandes, expresivos, hablaban silenciosos. Con sólo mirarlos sabíamos cuándo tenía sed y cómo le deleitaban los trocitos de carne que, a escondidas, le dábamos estirando las manos debajo de la mesa en el comedor. Por la expresión de sus ojos, comprendíamos también cuando nos rogaba para que le abriésemos la puerta del corral que daba a la playa.

¡Y cómo gozaba en ese largo y estrecho mundo de arena que se extiende entre las paredes de quincha y el mar! En cuanto le abríamos la puerta corría veloz, ladrando, embistiendo las bandadas de aves marinas agrupadas sobre la arena mojada de la orilla. Luego, hundía sus patitas en el remanso de las olas y se detenía por breves instantes husmeando el horizonte.

Diamela llegó a casa al caer una tarde, cuando apenas tenía cuatro meses de nacida. Era una cachorrita que tío Acisclo trajo desde Huaytará, en pueblecito ubicado en las serranías vecinas a Pisco.

-Mira, mamá... ¡Te he traído esta perrita! -le dijo ufanándose a la abuela.

Todos los chicos de la casa nos alegramos.

"Diamela" había hecho casi todo el viaje caminando, pese a su tierna edad. Bajó por caminos polvorientos, cruzó ríos, quebradas. En ningún momento perdió la huella de las mulas en las que cabalgaban el tío Acisclo y el campesino que lo acompañaba. Así vino la cachorra hasta la carretera asfaltada que entra a Pisco. Recién, entonces, se acomodó en un rincón del ómnibus que trajo a los cansados viajeros.

-¡Fíjate, mamá... qué bonita es! -prosiguió mi tío-. Se la compré, en tres soles, a un pastor que la llevaba cargada bajo el brazo. Es ovejera.

Luego, explicó que la Diamela era una fraganciosa flor de la sierra. La perrita, huraña y recelosa, no se apartaba de las ojotas del campesino, quien la tranquilizaba hablándole en quechua.


A la luz tenue del lamparín que acababa d encender abuela, me arrodillé para acariciarla. Pero, me contuvo con un gruñido disonante, mostrándome sus blancos colmillos pequeños. Reímos.

Pronto comprendió que la queríamos. Y fue haciéndose partícipe de nuestros juegos. Al comienzo, olfateó con desconfianza el aire fresco y liviano de la playa y miró al mar desde una prudencial distancia. Eso fue sólo al comienzo. Después, creció habituada a la vida del puerto y nunca más volvió a sus quebradas andinas.

Diamela comprendía con agilidad asombrosa las intenciones de nuestros juegos. Y estaba siempre dispuesta a desempeñar el papel que le asignábamos. Jugando al circo, cierta vez, le tocó hacer de "león" y a nuestro primo Fernando de "domador". Todos prorrumpimos en risas y aplausos cuando "Diamela" dando alegres ladridos, de un salto se prendió con el hocico de los pantalones del "domador".

Otras veces, jugaba a las escondidas y se ocultaba con uno de nosotros guardando el silencio del caso. También hacía de "toro", y nuestro amigo Abel lo azuzaba con un trapo rojo, haciéndole rápidos quites de torero. Recogía las piedras que le arrojábamos en la playa y nos acompañaba en nuestras andanzas por las chacras.

Y cuando la dulce y paciente abuelita nos contaba sus historias maravillosas, Diamela se tendía a sus pies, quietecita, sin interrumpir, como si a ella también le gustasen los cuentos. Entonces abuela contaba cosas de su tierra, la ardiente Ica de arenales con castillos de leyenda: del redoblar de tambores que se oía en el cerro de Saraja, la encantada corvina de oro de la laguna de Huacachina o los milagros del Padre Guatemala.

Sentados en los escalones que bajaban al corralito, oíamos embelesados la sabiduría de nuestra abuela, mientras la luna descubría cosas que por lo general esconde la noche: la boca redonda del pozo, las bateas, las gallinas juntándose en el sueño. Y cuando ya nos acomodábamos en nuestras camas, oíamos como Diamela, en el corral, junto a la playa, ladraba de cuando en vez cuidando la casa o contestando al rumor del mar.

JOSÉ HIDALGO